Acudimos a la cita hechos un manojo de nervios. De las palabras de Miguel Serrano, el abogado de Luis, dependerá nuestra tranquilidad en los próximos días.
Miguel, un hombre con gafas de pasta, que le esconden la fuerza de su mirada, nos recibe con un traje gris impecable. Fue compañero de facultad de Jesús y él mismo nos lo recomendó pues, a pesar de que es joven, tiene bastante experiencia e intuición. Miguel me causa buena impresión. Nos tiende la mano a Luis y a mí con un ademán elegante. Amablemente me pide que espere mientras se encierra con Luis en su despacho. Espero en una sala de espera durante aproximadamente una hora, ojeando una de las revistas locales que hay y, de vez en cuando, mirando la puerta cerrada donde está Luis con Miguel con impaciencia. Estoy sola, ya que no hay ningún cliente más, y así lo prefiero. Mis ojos reparan con alegría en el anuncio a todo color del restaurante donde trabaja mi prima en una de las hojas principales de la revista.
Las paredes de la sala captan mi atención pues están plagados de cuadros abstractos y su colorido asombroso me contagia ganas de pintar. En esa sala surge mi palpito de volver a sostener un pincel entre mis dedos, de volcar mis impresiones sobre el lienzo. Mis ideas me invaden la mente en esta lluvia que estoy experimentando. Un choque confuso de experiencias, de invención, de sonora imaginación que vuela, que me empapa con sus gotas de saber, que me cala hasta los huesos con la humedad viva de lo que siento.
Inspiración que resurge de mí en el momento más inesperado, que nunca muere sino que se esconde sigilosa y espera paciente el momento de penetrarme cuando encuentra mi alma receptiva. Visualizo mi futuro cuadro como un todo, plagado de color, de textura, de riqueza, desgarrando el lienzo que está en mi cabeza con su fuerza, convirtiendo el blanco en sensación. Expresión que tendré que trabajar una vez me reúna con mis pinturas en casa de Susana.
La puerta se abre. Luis reaparece con una tímida sonrisa cosa que me hace pensar que la cosa ha ido bien. No me equivoco. Ya en la calle y mientras subimos en su coche, Luis me comunica que el abogado le ha dado buenas vibraciones.
―Tiene que trabajar en mi defensa, pero la cosa pinta bien. Ojalá tenga razón.
―¿Confías en él?
―Sí, es lo único que puedo hacer por el momento.
Me alegro que Luis confíe ciegamente en Miguel. Mientras Luis me lleva al piso de Susana, los nuevos propósitos del año que está empezando me hacen comentarlos en voz alta.
―Luis, ¿sabes lo que me gustaría aprender para este año?
―Dime, Elisa.
―A conducir. Quiero sacarme el carnet. Me he cansado de coger siempre el autobús o de depender de alguno de vosotros. Ahora que he dejado aparcada la bebida definitivamente…
―Me parece muy buena idea. Yo te puedo enseñar.
―Me matricularé a la autoescuela lo antes posible, ya lo tengo mirado.
En ese instante, en que Luis me mira, un obstáculo se cruza y le hace pegar un volantón, y frenar en seco. Me asusto y reparo en un hombre que se ha caído en la calzada.
―Será cabrón el tío. ¡Mira por dónde vas! ―grita Luis mientras pega un pitido y sale del vehículo a toda pastilla.
El hombre ni se inmuta. Su cuerpo sigue tumbado e inerte en el asfalto. Yo también salgo del coche y me aproximo.
―¿Estás bien? ―me atrevo a preguntarle.
Pero el señor no contesta y me entra pánico de que su estado pueda cambiar las cosas. Más todavía.
―Elisa, ¿qué haces? ―me riñe Luis al acercarme aún más―. Ni se te ocurra tocarlo.
Le hago caso, aunque acerco el oído para oír si respira. Efectivamente, el hombre respira bastante fuerte. Me doy por satisfecha.
―Luis, creo que está roncando.
―¿Roncando?
―Sí. Escúchale.
Luis le escucha detenidamente para decirme:
―Tienes razón. Está durmiendo…
Y en este instante, el hombre se da la vuelta y puedo verle la cara.
―… la mona ―termino la frase de mi novio, porque no me queda ninguna duda.
―Hace toda la pinta.
―Sí… Además, le conozco.
―¿Le conoces? ―me pregunta Luis muy sorprendido―. ¿De qué?
―Creo que se llama Paquito. Suele pedir limosna en la estación de autobuses.
Le toca un hombro a Paquito mientras le llamo:
―¡Paquito!
Cómo no responde a la primera, alzo más el tono de mi voz.
―¡¡Paquito!!
Y a la de tres, el hombre parpadea un par de veces para aterrizar de sus sueños. Me mira naturalmente sin reconocerme, con sus ojos pardos, que denotan miedo al fijarse en Luis. Tiene la camisa a cuadros rota por el cuello y huele a bebida rancia.
―Tranquilo, Paquito ―le digo, porque he notado un ligero temblor en su labio inferior.
Entre Luis y yo le ayudamos a incorporarse. Ya de pie, me doy cuenta como Paquito es bastante alto, ya que pasa de largo a Luis. Los tres volvemos hacia la acera. Luis vuelve a subir a su coche mientras lo aparca mientras yo me quedo con el hombre.
―¿Dónde vives, Paquito? ―le pregunto, porque he pensado en acompañarle.
El hombre señala un lugar impreciso al norte de la ciudad.
―Por allí ―dice con la mirada baja―. Qué más da.
―Te acompañamos ―le digo.
Paquito reprime un eructo, se encoge de hombros y se sienta en la acera. Luis se vuelve a acercar a nosotros.
―¿No tendréis un eurito? ―nos pregunta.
―Paquito, no, no tenemos euritos ―le espeta Luis.
―Paquito, te acompañamos a casa ―le digo yo suavemente.
Luis me mira, y sé que piensa que si estoy loca. Se me acerca un momento al oído para susurrarme.
―¿Qué estás haciendo, Elisa?
Pero yo sigo erre que erre y, sin contestarle, le digo a Paquito que nos guíe hacia su casa.
―Dos manzanas más allá —contesta Paquito, volviendo a señalar la zona norte.
―Vamos. Hace mucho frío aquí en la calle.
Al final, Luis y yo le dirigimos a su casa. Cuando llegamos, nos detenemos unos minutos debajo de la fachada grisácea, hasta que Paquito acierta la llave en la cerradura. La puerta de abajo se abre y la cruzo para seguir a Paquito. Luis me coge por el brazo para decirme:
―Ya hemos hecho bastante, ¿no crees? ¿Dónde vas, Elisa?
Pero yo me pongo a subir las escaleras. Luis al fin también nos sigue, y cuando llegamos al tercer piso, Paquito abre la puerta de un apartamento pequeño y desaliñado.