Cuando parecía que decía algo gracioso, algo repentino acudía a tu frente, la arrugabas, me mirabas y entonces te reías. Hoy me quedo con ese distante recuerdo que en ocasiones me abruma: el de tu risa. Tú estallabas en ese complejo acto y yo me creía en parte responsable, porque sabía que había sido desencadenante.
Me sentía muy a gusto de que te rieras conmigo, aunque ahora devoro soledad en cada desayuno, que es el momento del día en el que estoy más hambrienta. Después de haber pasado la estrecha noche veraniega entre calores e insomnio, solo me queda el despunte de un recuerdo, que intento trazar nada más levantarme. Antes de olvidarme de todo, de ti y del estallido de tu risa.
Esta mañana el ancho mar de mi memoria se desborda hacia momentos que pasé contigo, que me parecen inolvidables. Momentos en que reíamos juntos todavía, en que las payasadas y la complicidad estaban aún presentes.
¿Por qué un día la apagaste y echaste a volar? Te empezaste a ir antes incluso de que me diera cuenta. Tu risa ya no estaba presente en ninguna de nuestras conversaciones. Y no me acompañaba en ese camino arduo de la existencia.
Días después, tu silencio se convirtió en sonoro y bien visible ya que se podía cortar a rodajas. Sí, en eso se había convertido nuestra relación porque no teníamos nada que compartir ni que comunicarnos.
Quiero pensar que recogiste tu risa para compartirla con otra en años venideros. Quiero pensarlo, muerta de celos, porque me resisto a creer que estoy aquí, arrodillada en tu tumba y trayendo flores cuando querría recibirlas.
Ya no sé qué rosa pincha más, si tu traición al negarte a la vida, o la mía por ser tan ingenua. No lo supe ver. Ahora la culpabilidad me arrastra por caminos de dolor. Y desayuno entre bocados de esa realidad e intento aprender de ella. Porque ya no, ya no te reías…
® Helena Sauras
