Se tocó el pómulo hinchado. Aquella vez la pelea en el recreo había sacado de sus casillas a todos los participantes. Alzó la mirada y la dirigió hacia la ventanilla del tren. Iba a un internado ahora que sus padres ya no sabían qué hacer con él. Confiaban en la disciplina del centro. Sin duda, era un inadaptado de la sociedad con muchos problemas de conducta.
Mientras viajaba, fue incapaz de destapar el frasco porque se acordó de lo que ella le había dicho. De esa manera, conseguiría que la magia de aquel instante no se evaporara. Quería conservarlo, que el perfume que contenía no huyera en un lugar de su memoria prohibido.
El tren dio un frenazo brusco. El frasco le resbaló de las manos y se rompió. La ventanilla se había salpicado de una sustancia que no tardó en reconocer y le produjo un escalofrío. El perfume de su hogar se expandía por todo el vagón y con él sus recuerdos familiares. Las caras iban y venían en su mente: la de su madre, la de sus hermanos y la severidad de su padre.
Los demás viajeros se habían puesto a mirar a través de las ventanillas con cara asustada. Un cuerpo inerte yacía en las vías. Se tocó la nariz y, al ver que sangraba, cogió un pañuelo para tapársela. Siempre que se ponía nervioso le solía pasar.
—Los recuerdos pinchan, pobre hombre —dijo una mujer.
El chico la miró y le recordó a su madre y, mirando el cuerpo, se reconoció con unos años más. Se prometió que él no acabaría así.
Comprobó que aún tenía dinero suficiente en el bolsillo. En la próxima estación, cambiaría de tren de vuelta a su hogar. Tendría que pedir mucho perdón y una segunda oportunidad.
