—¿Hay alguien ahí?
El cuarto estaba vacío. Podía lamer su ausencia como cada tarde. El paso del tiempo había erosionado también sus huellas, ni un triste perfume rondaba a su alrededor, como si en años no lo hubiese habitado nadie. Solo había una amplia telaraña en el techo y olía a polvo repleto de ácaros.
Un vahído la asaltó y le hizo golpearse la cabeza contra el suelo.
Y soñó, tendida sobre las baldosas frías, como solo sueñan algunas mariposas antes de morir, resignadas, camino a la Muerte. Quietas, esperando su hora sin revelarse, sumisas y sometidas.
Se despertó sobresaltada, con esa angustia propia de una madre que padece, que intuye, que conoce el desenlace con antelación.
Pensar que le había podido pasar algo. Era su vida, la que había sentido en sus entrañas, y había sido tan breve… ¡Qué efímera! Vivir para contarlo. Ella, que no tenía ningún derecho ya, por haber sobrevivido a todo aquel dolor.
Miró a su alrededor, se tocó la panza en un acto reflejo. El cuarto continuaba vacío de ilusiones: era su propio cuarto. Y no se acostumbraba a vivir con ese vacío interior, que le quitaba la sed durante la mayor parte del día.
—¿Hay alguien ahí? —Su voz rebotó de incomprensión por aquellas cuatro paredes manchadas de moho.
Se incorporó. Ahora se encontraba sola y mareada, pero se puso en pie. Por sus muslos bajaba algo de sangre. «Otra menstruación para la colección», pensó decaída.
Por mucho que preguntara, nadie le respondería. Y aquel cuarto menguaba desde hoy un poco más, porque le quedaba un óvulo menos en su lucha (imposible) contra el paso del tiempo y su obsesión por ser madre…
®Helena Sauras
