Una línea dividía aquel corazón y lo fraccionaba en dos pedazos desiguales. Era el dibujo especial que ilustraba aquella cubierta. Aquel libro manuscrito reposaba en una de las estanterías de su cuarto. Una sugerencia osada con una letra descuidada cobraría por fin sentido para ella años después. Se escondía entre las primeras páginas: «Equivoquémonos juntos. Siempre».
Nunca comprendió aquellos versos en su totalidad, pero cuántas veces la acariciaron aquellas palabras. Fue su primer libro de poesía que desgastó a fuerza de recitar sentimientos. No quería olvidar su caligrafía. Era el único recuerdo material que le quedaba del amigo de su clase. De su chico. Su novio, ¿quizás? Aquellas eran palabras para mayores.
Pensaron que un viaje en la otra punta del país acabaría diluyendo su capricho. Las cartas que intentaron intercambiarse acabaron carbonizadas por sus padres respectivos antes de ser leídas. Por contra de lo que creyeron, su amor creció alimentándose desde la nostalgia, en tierras movedizas. ¡Qué difícil era evitar la marea que crecía y lamía el contorno de sus labios desde su memoria!
Años después, se buscarían sin encontrarse. Ambos habían cambiado de domicilio repetidas veces y, las pistas que siguieron, cada uno por su lado, no les condujeron a ningún lugar. Sólo aquellos versos de aquel poeta precoz iluminaban el corazón de la mujer desde el estante de arriba.
Equivocarse. No les dejaron equivocarse. Por eso su amor prendió salvaje y les arrasó. Abrasó sus hogares, les mordió enteros y quebró sus sueños. No aprendieron. No. Se idealizaron mutuamente confundiéndose en otras personas. Y se buscaron y se frustraron al no reencontrarse. Siempre quisieron besarse como la primera vez, pero no encontraron en otros labios lo que ambos se habían entregado en aquel desván, ahora polvoriento. No regresaron. No. Jamás.
Hoy, Encarna ha volcado la manzanilla en la cafetería al leer una esquela en el periódico, que le grita desde el más allá de su primera adolescencia.
Horas después, ya en su casa y después de tomarse unas tilas mezcladas con algunas valerianas, ha sentido la necesidad de seguir otra vez con uno de sus dedos la línea de aquel corazón desigual: la portada de su primer libro de poesía. No le sorprende que sea el dedo corazón quien realiza la acción.
En la soledad de la noche, huele el libro torpemente y le recuerda a un olor de lágrima quebrada. Sus ojos se empañan al reencontrarse con la dedicatoria atrevida: «Equivoquémonos…». Les impidieron hacerlo. Ahora ya es tarde. No aprendieron ni juntos, ni separados, ni revueltos.
La línea que separa aquel corazón es el lugar donde Encarna quiere quedarse ahora. Permanecer entre la carne de sus labios de aquel beso interrumpido, entre dos tintas. En un lugar de su memoria, palpita con furia el vendaval de los primeros versos de su amado, y sabe en su interior que solo ella fue la fuente de su inspiración. Un murmullo la agita. Siempre. No tiene solución. Nunca aprendió a equivocarse y ahora no sabe corregir. Las pastillas que ha engullido. Equivocarse. No eran de valeriana. Ha engullido una dosis letal que la perfora…. Juntos. Equivocarse. Para Siempre. Hasta siempre.
® Helena Sauras
