Quería retenerla más de lo que duró el aire que soltó al pronunciar el «Sí quiero». Aún más. Un poco más. Los años que ella pasó a su lado habían pasado demasiado rápido y se precipitaban hacia aquel final, que no le quedaba más remedio que aceptar. ¿O no?
El padre intentó aguantar la compostura con aquel traje de etiqueta inmaculado y se tragó de golpe el nudo que se le había formado en la garganta. Cruzó una mirada con su mujer, pero ella tenía los ojos llorosos y no pudo interpretar su mirada. Si lloraba de alegría o de pena.
Su hija se casaba en aquel país de locos en el que todo el mundo se rejuntaba. Todos menos ella, que siempre había tenido ilusión por ese día.
De niña, ya soñaba con él. Se vestía de princesa los domingos, y después de oír misa de doce, peinaba las muñecas, las subía en un cochecito de juguete, que su padre le había regalado. Y toda la tribu se dirigía a otro lugar de la habitación donde la niña con enamoramiento pleno se casaría con un príncipe de película.
Los castillos, en donde vivía todo el repertorio de muñecas que coleccionaba, se derrumbaron cuando un balón entró en su vida por error. Era la pelota de un vecino que entró por la ventana en el momento en que lo estaba ventilando. E hizo añicos el espejo del tocador de su cuarto de un pelotazo.
Desde entonces, la niña cambió de entusiasmo. Y reemplazó las bodas, los anillos, y los banquetes; por el futbol, los coches, y las canicas. Cuando ella y su familia se mudaron a otra casa, la niña nunca había sido más feliz. En aquel barrio podía jugar al futbol a todas horas sin miedo a que la atropellaran. Era un oasis en aquella ciudad cargada cada día por un poquito más de contaminación. Creció en la calle, de forma silvestre, con una pandilla de amigos que le enseñarían las artimañas de la vida que juntos irían descubriendo. El grupo estaba formado por cinco chicos y ella misma, que era un pétalo caído. Flor se llamaba la niña que había cambiado sus juegos por los que realmente sentía. Con la adolescencia recién estrenada, se cortó el cabello bastante corto con excusa del calor del verano. Y se lo dejó así. Por fin, y por primera vez, se sintió a gusto consigo misma.
El problema vino cuando aparecieron esas grandes desconocidas: las chicas. Y los chicos interrumpieron la liga que jugaban por aquel entonces con otro barrio vecino para estudiarlas mejor. Flor también descubrió con todo aquello novedades y acabó realizando tareas de celestina. Acabó emparejando a los cinco chicos con las cinco chicas. Cuando lo hubo conseguido, y viendo la tontería que fluía de sus bocas enamoradas, de sus risas y gestos, se sintió desplazada. Pero sobre todo apenada, porque se había quedado sola.
Regresó a su casa y se sumergió en la cocina. Comió sin ton ni son tanto helado de chocolate, porque era lo que veía hacer en las películas americanas, y engordó más de la cuenta. Erróneamente había pensado que el comer la aliviaría, que le quitaría la pena honda que sentía. Pero al interrumpir el deporte, porque ya no tenía con quién jugar al futbol, y verlo por la televisión recordando tiempos mejores, se le puso la cara de pan, el culo como una plaza, y los brazos como dos longanizas regordetas.
Cuando entró al instituto, después de aquel verano gris en el que hasta se perdió el mundial, empezó el curso deprimida. Se refugió en los estudios y se enamoró por primera vez. Nadie supo en qué orden. Su primer amor fue tópico, secreto y lejano.
La afortunada era la profesora de rizos castaños que le recordó, sin encontrar explicación alguna, la primera muñeca que había tenido. A la que al final, le había acabado cortando el cabello después de experimentar un momento de rabia. Se interesó tanto por la química, que cada día inventaba un nuevo experimento, y hacía las preguntas de lo más retorcidas para llamar su atención.
Cuando la profesora le respondía titubeando, porque nadie antes le había formulado esa pregunta, y no estaba en el material que llevaba preparado, Flor pensaba que por fin le había atrapado el corazón. El suyo latía apresuradamente en su presencia, como cuando subía una cuesta empinada, la que conducía a aquel colegio masculino. Donde tenía a sus amigos futboleros, en el que le estaba vetada la entrada.
Como se sentía sola, sólo hacía que estudiar. En el recreo, estudiaba; en su casa, estudiaba con mucho interés; hasta en sueños hacía ver como que estudiaba también. De tanto leer y de entrarle la letra, se le quedó hasta tatuada en el cerebro para los exámenes finales. Y al final, se acabó sacando un doctorado con su perseverancia y esfuerzo. No se rindió nunca. La única droga que consumía era el helado de chocolate que poco a poco fue racionando también. Su cuerpo se lo agradeció, y poco a poco, y con la ayuda de un endocrino que le dictó una dieta un tanto estricta, todo fue volviendo a su sitio.
Todos menos el amor. Éste siempre cambiaba de acera cuando la veía tan ricamente. Hasta que se estropearon los lavabos de la facultad donde trabajaba y salió al aire libre, no descubrió que había vida detrás de aquellos muros, que ella misma se había autoimpuesto.
Aquella noche decidió salir de marcha, lejos de saber lo que era. Sólo lo había experimentado e intuía a través de los libros y en las películas que había estudiado también. Se aventuró a salir sola y se arregló el pelo descuidado a conciencia. Buscaría una bala perdida en aquella fiesta. Alguien que la acariciase lo que le sobraba de mujer buena. Ya hacía varios años que se había convertido en mujer. Era una flor para besar y lamer cualquier jarrón que así lo quisiera. Y esperaba que el jarrón contuviera el agua suficiente para no hacerla morir de sed. No era muy exigente, sólo buscaba compañía en aquella noche que se avecinaba atrevida. Después de andar unos cuantos metros, entró en aquel bar que le recordó más bien a un sueño realizable, el que ella había fantaseado en más de una ocasión. La gente viajaba ligera de equipaje, de ropa, de todo lo que no hiciese falta. Y se desinhibía al ritmo de aquella música desenfadada y sensual que salía por los altavoces.
Una mujer pidió algo fuerte en la barra. Se lo bebió de un trago y se puso un caramelo mentolado en su boca que chupó con ahínco. Mientras el caramelo se le fue derritiendo, se fijó en Flor. La mujer la atrajo a primera vista. La quiso atar acto seguido en una cama con un cordel para retener su hermosura. Fueron escasos segundos, los que se le dilataron las pupilas, segregó abundante saliva, y estudió minuciosamente cómo entrarle. Flor le pareció una chica angelical mirando todo aquel espectáculo desde un rincón de una mesa con los ojos desorbitados. Si no fuera porque no había espejos en la sala, le hubiese parecido que era un reflejo de sí misma años antes. Cuando todavía no conocía lo que crecía en su interior, cuando no sabía lo que era el rechazo. Margarita sabía lo que la prohibición discriminaba: a ella misma, y a personas como ella. No hacían daño a nadie, sólo se comportaban cómo sentían, de manera respetuosa y consentida.
Pero aquella sociedad hermética, en lugar de preocuparse de lo que había en sus casas, se preocupaba más de lo qué hacían los demás. Y eso era una de las principales causas del retraso que sufría. El quererlo controlar todo, el juzgar la vida de los otros, el privar de libertad. Pero dejémonos de juicios y volvamos al punto de la historia en donde la dejamos.
Margarita quiso convertirse en jarrón para nuestra protagonista. Fluir con ella, olvidar prejuicios, sentir. De la mano de aquella mujer, que le recordaba lo que nunca había perdido, cruzaría un túnel peliagudo y lleno de telarañas. El que las llevaría a otra salita contigua, más húmeda, más cálida, y confortable, de aquel bar que realmente era un motel apartado de la ciudad. Sin timidez, porque nunca la había tenido, Margarita se insinuó a Flor.
Flor intentó rechazar la invitación porque sentía vergüenza, aunque en el fondo se moría de ganas. Le apartó la mirada, porque se sentía clavada más de la cuenta en aquella silla de metal en donde unos ojos la perforaban como dos clavos unidos. Tenía el culo en forma de aquella silla incómoda que acabó sintiendo más de la cuenta. Y como se acabó levantando debido a la incomodidad del momento, Margarita se lo tomó como una afirmación.
La tomó de la mano firmemente y la hizo entrar en el túnel de telarañas. No había habido ni una sola araña viva en todo el local, no nos engañemos. En su imaginación Flor, se formó esta imagen porque le tenía miedo por todo lo que había oído que podía ocurrir allí dentro. Y como la araña era el animal que más terror le daba por sus patas peludas y sus posibles picaduras, esa fue la imagen que anduvo por su mente en ese momento.
Se equivocaba. En la habitación contigua conoció el mundo tierno de Margarita, y le confesó en un instante de mucha sinceridad y sobriedad, que ella realmente se llamaba Florencia, pero que como no tenía nada de bella, se había recortado el nombre y en lugar de ciudad ahora era una florecilla insignificante. Margarita se sintió solidaria en ese momento, y se dijo que ella también se recortaría el nombre. Y así, a partir de ese momento de complicidad, serían Marga y Flor. Y unirían ambos nombres por una letra griega, que decoraría todos los árboles, farolas, bancos, y demás mobiliario urbano, de aquella ciudad imaginaria y sumergida como una Venecia futura. Y se prometieron nunca separarse. Se habían enamorado tarde, pero se comportarían como dos adolescentes, más que rebeldes y luchando en la clandestinidad.
Ocultarían tanto su amor hacia los demás que no gritaba el viento, ni tan siquiera a nadie despertaba. Dos amigas. Eran dos amigas disfrazadas de pareja, invirtiendo el orden de cualquier relación formal. De cara a los otros, se pusieron a vivir juntas para compartir gastos, y olvidar por qué habían empezado. Las dos estaban hechas la una para la otra porque eran iguales.
Se peleaban tanto, que no sabían quién de las dos, ni por qué, había empezado aquella disputa que las dejaba a veces sin voz. Al ser conscientes de ello, callaban de golpe, se besaban, se abrazaban y vuelta a empezar. En el fondo, se querían más que nada en el mundo. Eran tan parecidas que los vecinos pensaron que eran hermanas. Eran como dos gotas de agua buscando el mismo afecto. Y tenían interés en compartir su vida, una al lado de la otra, despertarse cada día con su semejante, acompañarse en aquel viaje llamado vida.
Un día Flor pensó que no podría casarse nunca con Marga porque en aquellos tiempos estaba prohibido. Entonces, volvió a revivir sus juegos infantiles con melancolía y un gran grado de nostalgia: las bodas en las que hacía participar a toda la familia. Y sintió que no los había hecho partícipes de su gran sentimiento, al ocultárselo de lleno. También se sintió delincuente al desear algo ilegal con tanta fuerza. No entendía por qué su sangre bombeaba de aquella manera cuando estaba con Marga, por qué se tenían que esconder y escribir sus deseos en un papel con lápiz para después borrarlos y evitar que nadie lo viera. Por qué se tenía que avergonzar de algo que le obligaban a creer que estaba mal. Eso era ir contra natura. Ella no había elegido ser así. Tampoco había elegido nacer, ni a su familia, ni el lugar donde había nacido, pero vivía la vida como si se tratase de un regalo que tenía que agradecer.
Cada día experimentaba con sus sentidos, con sus labios besaba a Marga. Estaba besando lentamente la carne de su novia. Y continuaba besando un deseo, besando poesía, besando, besando, besando… Y no se cansaba de besar. Estaba literaria y literalmente besando un beso. Las dos habían hecho un pacto de fidelidad. A veces, si salían separadas y coincidían en un lugar público, se buscaban con la mirada y no tardaban en encontrase, pues estaban predestinadas. Y se besaban ardientemente con los ojos de donde surgían llamaradas.
Pasaron los años y seguían viviendo juntas. Los padres respectivos de cada una no entendían por qué sus hijas no habían tenido nunca novio. Si eran tan majas, tan simpáticas y correctas, con una buena educación y unos buenos sentimientos. Por qué seguían compartiendo gastos si ya no lo necesitaban.
Y al final de algo más de una década, Marga enfermó. Una enfermedad incurable que la estaba apartando cada día un poquito más de Flor. Algo fallaba en sus riñones que ya no filtraban. Se hundió en la desesperación, pero se recompuso porque no podía fallar a su novia. Ahora que quedaba tan poco para que su sueño se convirtiera en realidad. Tenía que aguantar como fuera. Quería convertirse en su mujer ahora que, por fin, aquel tres de julio del 2005 la historia cambiaba de rumbo y las incluía. Por eso, se armó de valor, y confesó a sus padres lo que tanto tiempo había callado. Se hizo el silencio en su casa tan denso que podía segarse. Ella lo rompió hablando serena de su futuro. Quería que la incinerasen y que esparcieran las cenizas en el monte donde la vio crecer, donde Flor todavía no había ido.
Después de desahogarse con los suyos, llegó a su casa y abrió la puerta. La mujer que amaba la esperaba al otro lado de la cama aquella noche tan memorable. Le pidió matrimonio en aquel momento apartándose de lo romántico por ser de por sí tan trágico. Se lo preguntó directamente, sin adornos, sin insinuaciones. Flor dijo que sí y la rodeó con sus brazos. Prepararon el matrimonio con prisa y ansia, no fuera a ser que las manecillas del reloj de la muerte anunciada se adelantasen más rápido de lo que debieran.
Y ahora, tenemos a las dos novias vestidas del color que ellas han elegido, dos tonos de blanco, de perla y de blanco marfil. El padre de Flor, con ese nudo tan apretado que lleva de corbata casi no puede respirar. Su hija se quedará viuda en unos días, pero las ve tan felices ahora que están consiguiendo su momento, que deja que el tiempo les regale unos minutos más de alegría. Después del banquete en el que Marga ha tenido una subida de energía, llegan a casa donde pasarán su luna de miel. En un momento de sinceridad, Flor le confiesa en la cama:
—Igual te hubiese cuidado hasta el final, aunque no nos hubiésemos casado.
Una pequeña lágrima se desliza por la cara de Marga porque siente que ya queda poco. Es difícil despedirse de los que amas y, con tan solo una mirada, le dice lo que sus labios no pueden pronunciar debido al cansancio. Dos gotas de agua bajan por sus caras. Se besan entre lágrimas.
Días después, Flor viajará a la sierra con las cenizas de Marga. Es un viaje que quiere hacer sola a pesar de que sus padres se han ofrecido a llevarla en el coche. Conduce poco a poco hasta que el coche se detiene en el asfalto y no arranca. Suspira indignada. No puede ser que el coche ahora esté sufriendo una avería. A lo lejos, ve a un grupo de niños jugando al futbol. Se les va acercando para pedir ayuda. Conforme lo hace, ve a una niña de pelo corto y ojos verdes esmeralda, que le sonríe al dar un pelotazo al balón. Flor le devuelve el chute y se dirige a la niña para pedirle ayuda.
—Ahora aviso a mis padres —dice la niña y se va corriendo.
Al cabo de poco, dos hombres mañosos le arreglan el coche. Flor les comenta que su mujer ha fallecido y que tiene que esparcir las cenizas por la sierra como era su voluntad.
El primer hombre pregunta alterado:
—¿Cómo se llamaba tu mujer?
—Margarita… Pero yo la llamaba Marga.
—¿No será Rita?
Flor los mira confundida negando con la cabeza.
—Es esa.
Y les enseña una foto de su billetero.
—Sí, ya lo creo. Es Rita. Bueno, nosotros la llamábamos así. Jugaba con nosotros de pequeños. Era buena al fútbol. La mejor de aquí. Pero nosotros preferíamos sus muñecas. Tenía muchas. Eran los ricos del pueblo. Una familia que supo hacer fortuna.
—¿No habrá alguna ermita por aquí dónde pueda…?
Los dos hombres niegan con la cabeza.
—No, pero hay olivos.
—Esos de allá abajo, —el hombre señala un punto incierto del monte— decíamos que eran mágicos porque daba el mejor aceite de toda la zona.
Y así, Margarita que se acortó el nombre dos veces en su vida, descansó entre un lecho de olivos. Cada vez que Flor se servía aceite de oliva en sus platos, siguiendo su dieta mediterránea, sentía como su mujer la alimentaba a través del oro líquido. Nada que ver con el helado de chocolate industrial y grasiento que había acabado abandonando.
Y a través del recuerdo y de sus cinco comidas equilibradas y mediterráneas, se siente rica de espíritu y feliz de que Marga o Rita, qué más da cómo se llamara ya la que fue su mujer, le regale algo después de su muerte: su memoria y el lugar donde vivió su niñez.
Porque somos lo que comemos.
Llena aún de vida, Flor traspasará el tiempo y la distancia. Con sus acciones a lo largo de los años, había viajado mucho más allá de los dictámenes de los otros y de lo que pudieran opinar, siguiendo el dictamen de su corazón. Pasará el resto de lo que le queda de vida, que será larga y fructífera, saboreando el fruto de aquellos olivos de la sierra en un lugar perdido de España. La finca la ha heredado de Marga y elije aquella tierra para quedarse a vivir y se traslada. La gente es muy simpática, abierta y hospitalaria.
Con los pies descalzos, cuando siente que la nostalgia la invade fuerte, come aceitunas y con los frutos de aquellos olivos, siente como su alma se descomprime. Al notar ese alivio interior, entra en la caseta y cena una ensalada. Riega el plato con aceite de oliva una cuarta parte y acompaña su noche con otro alimento ligero. Y desde la ventana, le parece contemplar el rostro de Marga impreso en la luna menguante, que la observa con una sonrisa desde el firmamento.
® Helena Sauras
