Luis misteriosamente me cita en su apartamento. Acudo enseguida, y cuando le tengo delante, observo cómo su pequeño enfado del otro día se ha evaporado por completo.
Obviamos hablar del tema de Paquito, aunque pienso en él y, más que nada, en lo que será de su vida. No ha llamado, cómo me indicó Luis, y evito darle la razón. En el fondo también pienso que todavía es pronto y que posiblemente, Paquito esté sopesando en dar el paso, que le lleve a dejar definitivamente la bebida. Si es que llega a hacerlo. Si es que de verdad se lo plantea.
Es difícil agarrarse a la primera mano que se te acerca. Lo más seguro es que, al despertarse, no se acuerde de mí, ni de Luis, o que lo vea como fruto de una alucinación, y que, la tarjeta, que le dejé en su mesilla de noche, no le diga nada más que un número de teléfono al que no llamará. Se necesita mucho valor para hacerlo. Dudo que Paquito lo tenga. «No pienses en él, Elisa», me digo.
Concéntrate en Luis y lo que tiene que decirte. Se le ve ilusionado y quiero saber el por qué. No tardo en saberlo. Luis me venda los ojos con el pañuelo, que llevo alrededor del cuello, no sin antes preguntarme si puede hacerlo. Me rindo a sus encantos afirmativamente.
Me dirige hacia un cuarto, todo es oscuridad debido al pañuelo, que me impide ver lo que Luis me pone en las manos. Una caja, me parece palpar. Quiere jugar. Me mordisquea el lóbulo de la oreja y va bajando por mi cuello, libre, sin pañuelo. Me dejo besar. Gimo suavemente a sus caricias. Está siendo muy cariñoso. Ha encendido el equipo de música y una canción inunda la habitación. Aprecio los instrumentos, saxofones me invitan a excitarme ante tanta sensualidad. Luis no habla, solo me besa, y me abraza. Disfruto del momento, intento poner la mente en blanco, dejarme llevar, aunque estoy intrigada por la caja que reposa en mis manos, suave al tacto, aterciopelada.
Después de un largo rato, Luis me quita el pañuelo y me indica con voy enigmática:
―Ábrela.
Le hago caso. De la caja de terciopelo granate sale un pequeño sobre. Le interrogo con la mirada. Luis entorna los ojos y me sugiere:
―Ábrelo. Aquí tienes mi regalo de Reyes para ti.
Me besa la mano delicadamente. Rasgo el sobre por un extremo, me encuentro con una tarjeta más pequeña. Cuál es mi sorpresa al comprender que se trata de un juego: un raspa y gana con tres casillas.
―Piensa bien qué casilla rascar ―me indica Luis―. Tengo tres regalos escogidos especialmente para ti. Solo uno podrás disfrutar.
Le sonrío y me pregunto de qué película habrá sacado tan original idea. De qué argumento estoy formando parte, de qué sueño voy a despertarme de un momento a otro. Estudio el panel, Luis me tiende una moneda de un euro para que raspe una casilla. Derecha, centro e izquierda ante mí. Una tarjeta personal, decorada con gusto, con tres casillas tapadas con pintura acrílica, para que no pueda ver. El amor es ciego, después de meditarlo como si mi futuro dependiera de ese trozo de papel, me decido a rascar la casilla. Antes de hacerlo, Luis, me pregunta:
―¿Estás segura?
Le digo que sí, y raspo la casilla central. Lo que veo en su interior me sobresalta agradablemente el corazón: «Vale por la estancia de un fin de semana en una casita rural».
Le rodeo con mis brazos y le beso apasionadamente. Luis, excelente romántico y soñador, me devuelve el beso, aunque aprecio algo de decepción en ese beso. No sigue mi entusiasmo cómo debiera. Se apaga un poco a mi ritmo frenético. Al cabo de poco, sé a qué se debe la apreciación de mi sexto sentido.
―Hubiera preferido que hubieses raspado otra casilla, Elisa ―me confiesa.
Le interrogo con la mirada.
―¿Cuál? ―le pregunto al fin.
―La derecha ―me susurra con el aprecio de una cierta emoción en sus palabras.
No le hago caso y raspo la izquierda. «Vale por una suculenta caja de las mejores magdalenas», me hace partirme de la risa, que estalla en su habitación.
―Esa sí que no me la esperaba ―le digo entre risas.
Luis también sonríe, y sus besos se hacen más intensos. Sin decirle nada más, ahora raspo la casilla de sus sueños. Una súplica en las palabras de la casilla, me hacen que la tarjeta se escape de mis dedos: «Vente a vivir conmigo, por favor».
Me pregunto qué hubiera pasado si hubiera elegido ésta. Si me hubiese visto obligada a ceder.
―El azar ha decido esta vez ―dice Luis con la mirada, que se cuela por la rendija de mis pupilas.
Se hace tan intenso mirarle, que parpadeo un par de veces como si se me hubiese metido algo en el ojo. Una pestaña quizás, una lágrima se desliza por mi mejilla. Luis la aparta y la besa.
―Nada va a impedir que disfrutemos de un fin de semana. Solos. Los dos, ¿verdad? ―me pregunta con una voz pícara.
―Claro, Luis ―le digo.
―¿Ni tan siquiera el cruel destino?
―Tú y yo. Juntos. Somos más fuertes.
Luis no dice nada más por un largo rato, en el que se dedica a amarme. Me impregno por su olor intenso, penetrante, a perfume de aquel bote plateado cilíndrico, que tiene en su cuarto de baño.
―Quiero despertarme a tu lado, cada día ―murmura lentamente―. Siento ser tan pesado, pero esa es la verdad.
Mi corazón aprieta al bombear mi sangre. En ese instante, llena de él, consigo decirle a duras penas, porque mi voz se atranca entre palabra y palabra:
―Yo… también.
Luis me besa. Mis dudas se aceleran. Tengo miedo de precipitarme con mi decisión. De decepcionarlo a los dos días. De que él tenga que partir hacia un lugar privado de libertad. Evidentemente pienso en la cárcel, en lo incierto, pero…. ¡cuánto le quiero! Me estoy precipitando, cayendo, saltando por el precipicio. Disfruto de la caída en ese instante. Toco el suelo con mi cuerpo y es acolchado. No me he hecho daño. Estoy aquí. Sigo en pie.
―¿Cuándo iremos a la casita rural? ―le pregunto tratando de afincarme en el regalo, que me ha tocado en su rifa de amor.
―Para Semana Santa, este año toca pronto. A finales de marzo.
―Sí, queda poco. El segundo trimestre me pasará volando.
Y se acabaron las vacaciones, pienso. Mañana vuelvo a la Academia, cargada de energía. He conseguido volver a pintar.
―Yo también espero que me pase rápido ―dice Luis―. Aunque…. Hasta el día del juicio, no estaré completamente tranquilo. Soy libre, sí, pero estoy viviendo ya en una cárcel. La de lo incierto.
Le abrazo casi ahogándole. Le beso. Le intento dar los ánimos con fuerzas, que me salen de lo más adentro. Es lo único que nos queda. La fuerza, que lucha contra los mil matices de incertidumbre, que existen a nuestro alrededor.