
Sin entusiasmo, la acompañaba en sus aventuras por la montaña. Las zapatillas, aunque fueran buenas, no le resguardaban de las caídas. Era torpe para andar y sentía mucha angustia cuando entraba en aquellos caminos dificultosos. Se comportaba como un espectador en la vida de su novia. Observaba sus cambios de humor y la acompañaba a todas partes, tanto a hacer deporte por la montaña como a ir de compras. ¿Y ella? ¿Qué había hecho por él?
Si le decía que lo que le gustaba era el arte, ella bostezaba. Pero ya habían roto. Ahora ella ya no formaba parte de su vida y decidió aprovechar sus primeras horas de libertad.
Compró una entrada y entró en el museo de arte. La exposición de pintura que vio le demostró que todavía le quedaba mucho por aprender. Cuántas veces había pospuesto aquella visita por el simple hecho de cumplir los sueños de su novia. No se desmotivó. Al contrario, hizo un firme pacto consigo mismo de que practicaría técnicas pictóricas hasta dominarlas. Salió de allí con esa idea. Ya sabía qué hacer con su tiempo libre.
Al llegar a casa, dejó lo que acababa de comprar en el salón: Un caballete nuevo, pinturas para acuarela y pinceles de distinto grosor.
Abrió el armario y retiró la tienda de campaña, el saco de dormir, y las zapatillas de montaña. «A ti, esto ya no te hace falta», se dijo.
Abrió la carpeta del ordenador donde guardaba las fotos y, a partir de una fotografía en donde se veía un paisaje de su última excursión, empezó a pintar. Perdió la noción del tiempo sin levantar jamás la vista de su obra y llenó el lienzo de colores. Cuando terminó, se sintió satisfecho. Aquella primera pintura le revelaría que se escondía en él un artista tímido y que necesitaba demostrarse que era capaz de continuar pintando a pesar de que existieran dificultades en su vida.
Los meses que vendrían crearía nuevos paisajes con entusiasmo, llenándolos de corazón y de sus propias experiencias, otorgándoles de personalidad. Ni rastro de ella ni de sus excursiones por el campo. El olvido era un buen brebaje del que bebía diariamente.
Hasta que un día se enteró de que su exnovia se había perdido en una excursión y la estaban buscando. Subió el volumen del telediario y llamó a la policía. Aquella zona se la conocía como la palma de su mano y decidió colaborar con el equipo de rescate.
Fueron horas de angustia, porque el clima no acompañaba. Tuvieron que abandonar el rescate en dos ocasiones hasta que las tormentas que se habían formado amainaron.
Al fin, ella apareció tres días después dentro de la cueva que había en el bosque. Se había resguardado en ella de la lluvia y dijo que se había despistado del grupo porque quería observar con detenimiento el arte que se escondía en la naturaleza. Estaba algo más delgada que cuando él la recordaba y, mientras el equipo médico la atendía, el exnovio se acercó. Una vez más, ella había conseguido que él la siguiera.
«Pero sería la última vez», se dijo. Y quiso tener en aquel momento en sus manos un pincel para sentir tranquilidad. La miró con toda la frialdad e indiferencia que fue capaz. Ella quiso abrazarlo, pero él se resistió a sentirse atrapado por aquellos brazos. Para ella, nada era como se esperaba.
® Helena Sauras
