Mi mundo literario

Las creaciones literarias bilingües de Helena Sauras

Aquel día fue distintos a los demás porque marcaría un antes y un después en la vida de aquella academia militar, dejando una cicatriz en la memoria de los que todavía podrían contar la historia que allí aconteció. Una mujer uniformada de verde no vio al que subió la escalera. Ella estaba con la vista baja, ordenando unos papeles de los muchos que había en la academia. La máquina de escribir estaba retirada en un lado del escritorio. La mujer estaba tan absorta en su tarea, que ni tan siquiera oyó al chico subir los peldaños.

Al verla, el chico se apresuró a pasar desapercibido avanzando sigilosamente por las baldosas. No quería llamar la atención de aquella mujer de melena discreta, y que le impidiese el paso como otras veces. El chico rapado tenía claro lo que había venido a hacer, quería explicarse delante de sus superiores, hablar sobre lo que había oído, alertarles de lo que posiblemente iba a pasar en aquella olvidada ciudad. En aquellos tiempos, y en aquel remoto lugar, lo normal era chivarse de otros para salvar el pellejo o conseguir algo a cambio.

El chico se coló por un pasillo secundario, giró a la izquierda, y entró en una pequeña habitación donde había otros uniformes verdes masculinos. Se enfundó uno que le quedaba un poco grande, con los puños sobresaliendo bastante, y cubriéndole parte de sus manos. Aquella vestimenta le quedaba tan holgada que podría ocultar un arma sin ser vista. Pero él no había venido a matar a nadie, si su chivatazo procedía, ya se encargarían otros de hacer el trabajo sucio.

Acto seguido entró en el pasillo principal. Anduvo varios metros hacia donde quería ir. Se cruzó con varias caras que le tomaron por un compañero más. Con cara de pocos amigos, entró por fin al despacho. El hombre que había allí, calvo y bastante gordo, pensó que Carmen lo había dejado pasar, y ni se inmutó, ni se sorprendió de su presencia. Le interrogó con la mirada mientras pronunciaba las siguientes palabras:

—Usted dirá.

El chico rapado cantó dándole igual que sus palabras podían hacer caer en desgracia a aquellos muchachos jóvenes que recién estrenaban la edad para estar allí. Los vendió a cambio de un puñado de monedas y unos cuantos permisos para estar con su novia.

Años después, en el juicio que hubo, el letrado solo le pidió que no mintiera. Carmen negó varias veces que había dejado pasar a aquel chico rapado. Sonó tan sincera su confesión, que no hicieron casi falta más pruebas. Carmen se vengó así del chico rapado por derribar su castillo de naipes, porque unos de los muchachos que habían ejecutado aquella tarde gris de noviembre era su prometido.

La sentencia obligó al chico rapado a cumplir condena. No recibió visitas en la cárcel. A nadie le importaba ya un chivato más. Murió de enfermedad años después aunque su mayor mal siempre fue la soledad.

escalera

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