Mis pasos frenéticos me llevan a hacer un poco de footing por el parque en donde las estaciones han ido pasando ordenadamente día tras día. Tres primaveras han pasado, y hoy, algo ha cambiado en mi interior, pues la incertidumbre se hace más patente que nunca. Mis pies corren por el parque liberando la tensión que llevo dentro.
Es el día, no sé si blanco o negro. No sé de qué color describirlo, si las nubes lo han rodeado señalando tormenta, o si de repente se esclarecen mostrando un día soleado. Mi corazón corre velozmente por el parque, adelanto a niños que me miran asustados por si me los llevo por delante.
Una pelota se cruza en mi camino, sin poder frenar tropiezo con ella. Caigo y me lastimo la rodilla. El chándal muestra un agujero, y lamento mi torpeza en no poder haber esquivado la pelota. Un pequeñín me mira con la boca abierta, con los ojos temblando, y al mirarlo de arriba abajo rompe a llorar. Decididamente no es mi día. Le acerco la pelota y comprendo que es suya. Se la doy. Es un niño muy moreno de piel con los ojos color azabache.
―¿Te has hecho daño? ―oigo una voz masculina detrás de mí.
Me giro y me encuentro con Jaime. Me quedo asombrada al verle. No nos habíamos vuelto a ver desde la despedida precipitada en el garaje.
―¡Elisa! ―me reconoce al acto―. ¡Cómo pasa el tiempo! ¿Estás bien? ¿Te duele? ―dice señalándome la rodilla.
Asiento, y luego me encojo de hombros. El niño, con la pelota en la mano se la pasa a Jaime mientras dice:
―¡Papá! Pe… mía.
Y de repente, sonríe angelicalmente.
Sus ojitos brillan volcánicos y estallan en una risa porque Jaime le devuelve la pelota.
―Elisa, vamos a curarte ―me indica Jaime―. Entremos a la cafetería, seguro que tendrán un botiquín y nos tomamos un café, si te parece bien.
Asiento ligeramente. Hoy es el día D: decisivo en mi vida. Todo depende de hoy. Pero necesito curarme la herida de mi rodilla, que está sangrando. Jaime, agita su pelo y me sonríe. Aprecio que en el fondo se alegra de verme.
―Tienes un hijo precioso ―le digo mientras me siento en una de las sillas de mimbre.
Jaime mira al horizonte pensativo, y deja tembloroso en la mesa un sobre, que llevaba en una de sus manos.
―¿Cómo se llama? ―quiero saber.
―Isaac ―me contesta.
Sus ojos remiran el sobre, y lo tocan inconscientemente. El camarero nos sirve un par de cafés, agua oxigenada, unas gasas y una tirita.
―¿Qué es de tu vida, Jaime? ―le pregunto evitándole nombrar a Sandra.
Jaime se encoge de hombros, un movimiento que me hace pensar, que han pasado muchas cosas desde que me fui.
―¿Por qué te fuiste, Elisa? He estado a puntito de llamarte muchas veces, pero nunca me he atrevido en marcar ese teléfono y entrar en tu vida. Sandra fue un muro durante todo el embarazo. Y después, bueno, tuvimos más trabajo del que creíamos con el bebé. Los cólicos, las alergias, la leche especial…. Bueno, eso ya pasó. ―Y ahora clava su mirada en la mía, tan fuerte que me duele―. Nunca volviste a llamar. Bautizamos al niño, siempre pensé que serías su madrina.
Mi labio inferior tiembla en oír sus palabras, pero luego su tono de voz cambia, más bajo, casi susurrante. Tengo que acercarme a él para entenderlo.
―Elisa… Sé sincera, por favor. ¿A quién te recuerda el niño?
―Es clavadito a Sandra ―le contesto.
―¿Sólo a ella?
Observo al niño detenidamente: sus labios pequeñitos, su perfil, su tez morena, sus ojos agitanados. ¡Oh! No puede ser, me digo. Intento disimular, pero se me escapa un denso suspiro, que me descarga el alma.
Los ojos de Jaime me miran interrogantes y luego vuelve a clavar la vista en el sobre.
―Cuando el niño empezó a crecer, empecé a sospechar tanto, Elisa. En que no era mío. ―Su voz la tengo que adivinar, y le leo los labios más que otra cosa.
Le aparto la mirada, y la dirijo al sobre que lo ha vuelto a coger, y está temblando entre sus dedos.
―Aquí ―continúa moviendo el sobre― están los resultados de la paternidad. No tengo valor de abrirlos ―me confiesa―. No sé que voy a hacer cuando los vea. Si mis sospechas se confirman, no sé cómo voy a volver a mirar a mi mujer a la cara.
―Jaime, no lo abras ―le aconsejo―. Déjalo estar.
―Tú lo sabías, Elisa. Por eso te fuiste. Ese niño es clavado a Nacho.
Sin querer, asiento y un par de lágrimas se desbordan de mis ojos. Jaime rasga el sobre de prisa. Mis lágrimas le han dado el impulso que necesitaba. Mira el papel que contiene en su interior, y esconde su rostro entre sus manos por unos instantes.
―No es mío, Elisa. ¡No lo es!
Y su gesto se ha vuelto severo.
―¿Papá? ―grita el niño que ya se ha cansado de jugar en un rincón de la cafetería.
Jaime traga saliva haciendo una mueca repulsiva. El niño se acerca y lo estira para que nos vayamos.
―No puedo con esto, Elisa. ¿Te puedo pedir un favor? Devuelve el niño a su madre. Ve a casa. Toma, aquí están las llaves. Entra y deja el niño allí, con ella. Necesito irme, aclararme. No puedo verla, enfrentarme a ella. ¿Desde cuándo nos han estado engañando, Elisa? ¿Desde el principio?
Asiento temblorosa y agitada.
―Mierda ―masculla Jaime―. ¿Sabes que haría ahora mismo? Estamparte un beso, para recuperar el tiempo perdido, Elisa. Siempre me gustaste desde el instituto. Pero ahora ya no es posible, ¿no?
Me sorprende tanto su sinceridad, que vuelco lo que queda del café en mi chándal.
Como dudo, y no le contesto en un primer momento, se envalentona y me besa desde el recuerdo. El beso del ayer entra en mi vida con gusto a café. No le correspondo. Sus labios chocan contra una pared estática, inmóvil. Mis labios están firmemente cosidos. Demasiado tarde llega esa oportunidad en mi vida.
―Lo siento, Elisa. ¡Me tengo que ir! —dice Jaime levantándose rápidamente y dejando las llaves encima de la mesa—. ¡Cuídate!
Veo su figura triste desaparecer de mi vista y me quedan un sinfín de recuerdos melancólicos en mi mente. Jaime, el chico perfecto, tan atento siempre, tocando siempre de pies en el suelo, de mente cuadrada, sincera y amable. Nunca se mereció ese engaño. Yo tampoco. Hemos sido los protagonistas de una gran mentira, sin saber tan siquiera el por qué. Ya no se puede cambiar el pasado, no podemos, aunque lo imaginemos mil veces. Es imposible que las cosas sucedan de una manera diferente. Siento un vendaval abriéndose por mi figura hacia las cuatro direcciones del paisaje de la cafetería de las sillas de mimbre.
Con un niño observándome tembloroso, y sin experiencia alguna en el campo de la maternidad, me dirijo al piso de Sandra. Cojo la tierna manita y subo al niño en mis brazos. Abro la puerta sin llamar. Se oyen risas al fondo del pasillo. El niño grita.
―¡Mamaaaá!
Una Sandra asustadiza con un picardías rojo sale del interior de la habitación de matrimonio. A lo lejos, veo el perfil de Nacho, inconfundible. El peso de la traición ya no se me clava. Mi torbellino marino, abismal, se los ha tragado desde los últimos años.
―Aquí os dejo a vuestro hijo ―les grito y me voy dando un portazo triunfal―. Es la decisión que menos me ha costado tomar, la de dejarlos con la palabra en la boca.
Jaime y yo, un juego, una máscara, un disfraz, una traición por partida doble, y el morbo creciendo en los cuerpos de Sandra y Nacho.
***
Corro hacia el juzgado apresurada. Mis pies energéticos vuelan por el asfalto. El juicio ya ha empezado desde hace rato, con todo ese embrollo de hoy, me lo estoy perdiendo. Miro el reloj, nerviosa, se acerca el veredicto. Luis me mira desde la distancia, nuestras miradas se cruzan y vuelo a todas las sensaciones pasadas en los últimos meses. Convertida en su pareja de hecho, cruzo los dedos sin creer en las supersticiones, ni en los golpes de suerte.
Noemí, la muñequita de papel se encuentra en un extremo de la sala con la mirada vacía, al lado de Sara. Testificó hace un par de días y, según nuestro abogado, su testimonio fue uno de los momentos clave del juicio. Noemí, convertida en porcelana, se hizo añicos al testificar. Su voz retumbó por toda la sala, con la mirada perdida, se sintió más responsable que nunca de no haber sabido callarse la boca, y evitó mirar a Luis en todo momento. Su pelo ondulado, ahora completamente rizado debido a una permanente, hizo que sus rizos bien perfilados le acabaran cubriendo la cara, empapados por unas lágrimas, que se precipitaron al caudal de unas emociones fuertemente sentidas. Noemí, un temblor, un terremoto, una muñeca rota, lisiada, supo aceptar su parte de culpa en el caso. Una momentánea empatía me hizo ponerse en su lugar, y salté metafóricamente al vacío después de haber tocado el cielo con cada beso de Luis. Sara, la amiga fiel, sabría reconfortarla horas después, o eso quise imaginar en mi cabecita.
El tic tac avanza, la cuenta atrás se acerca, el reloj está perdiendo arena en cada segundo, las manecillas siguen recorriendo la esfera de mi reloj. Mi corazón se acelera. Ya nada podrá parar el desenlace. ¡Alea iacta est! Y yo volando, reviviendo mis capítulos como estatua de sal, mirando atrás, cubierta como una dorada a la sal, en el horno, cocinando lentamente por Susana, y su amor desperdiciado por un imposible. Me encuentro en la sidrería, jugando con los espejos, enamorándome y eclipsada por Luis, fugazmente me elevo y nos besamos delante del futbolín, en casa de Toni.
Estoy sobrevolando mis pinturas, por la inspiración que descubrí a su lado. El amor se reflejaba en los espejos de su cuarto. Dos figuras amándose reiteradamente, sin pudor, entregándose al placer y al sentimiento. Un delirio, un deseo, un anhelo, mantengo los dedos cruzados. Mentalmente pienso en positivo para que todo salga bien. El CD de «El despertar» amanece soplándome sus notas, María bailando con Toni en su boda, abriendo el vals, que hizo que Luis y yo repitiéramos nuestro particular baile en el hotel donde nos quedamos a dormir.
Desde entonces he compartido la vida con Luis, siendo una pareja estable, conviviendo y evitando que la monotonía nos restara puntos en la partida. Reinventando nuestra relación, alimentándola diariamente.
He tirado una moneda a la fuente desde la nube donde me encuentro. Cara o cruz, la manecilla apunta hacia la hora señalada, decisiva. Todo es silencio, la incertidumbre me cubre entera. Ando por la sala hecha una calamidad, con el chándal roto y manchado, hacia mis amigos.
Jesús, María, Toni, Rebeca, Paquito. Juntos, pero no revueltos. Cada uno con nuestra historia, unidos por la fuerza de la amistad derramada desde la sinceridad. Me siento entre Toni y Rebeca. Oigo el juez de fondo pero no lo escucho. Mis heridas de incertidumbre están al descubierto para que el destino las sane. Y de repente, Jesús choca la mano con Miguel Serrano, el abogado, y su pulgar se queda hacia arriba. Todos ponen cara de alivio, menos yo.
Yo no reacciono, me he quedado anclada en un paraíso de color sepia. Rebeca me toca la espalda y me abraza:
―Inocente, cielo mío ―murmura sonriente.
Bajo levemente de mi nube donde revivía con Luis cada momento vivido desde que nos conocimos. La alegría me invade, y sonrío sincera, con una sonrisa que va transformándose en carcajada, libertad que corre por mi cuerpo en todas direcciones.
―Inocente solamente, no ―rectifica Jesús―. Legítima defensa, sin delito, sin antecedentes, libre con todas sus letras.
Luis respira tranquilo, y sé que esta noche lo celebraremos, con lo que he guardado en la nevera, por si acaso tenía ese golpe de suerte cercano, y fuertemente anhelado. Un secreto, nuestras vidas, que merecen cubrirse y taparse ya. Sin ningún testigo, y con los ojos cerrados, nos descubriremos por enésima vez mientras la llama rebrotará hasta recorrernos por completo. Una magdalena de chocolate en mi ombligo, el éxtasis tenía que saber a chocolate. Y mientras pienso en lo de esta noche, Luis se levanta, se dirige hacia a mí, y me besa con el beso del mañana con todo su sabor y esplendor. El sol está entrando en nuestras vidas en ese instante, cubriendo de rayos la nube en donde subimos para que los demás no puedan vislumbrar ese momento de precisa intimidad. No hay testigos. No. Solo nosotros dos.