Mi mundo literario

Las creaciones literarias bilingües de Helena Sauras

En un lugar de los Pirineos, cuyo nombre siempre estará en mi memoria, el coche de Luis se detiene. Durante todo el trayecto, he contemplado el paisaje embelesada, montañas prominentes nos rodean con todo su esplendor. Me siento pequeña ante tanta grandeza. A primeras horas una fina niebla decoraba nuestro alrededor, pero poco a poco se ha ido levantando. Hay nieve en las cimas y, como supuse, hace bastante fresquita al bajar del coche. Hace pocos días del estreno de la primavera y, su magia todavía dormita en el valle donde nos detenemos.

Aquí es ―dice Luis señalándome una casita, que la reconoce por la foto que aparecía en la página web, dónde hemos hecho la reserva.

Es una casa típica, de piedra y con el tejado de pizarra. Hay un rótulo, que indica el nombre de la casa, que es lo que la ha hecho reconocer entre las demás. Llamamos al timbre y una mujer rubia nos abre la puerta amablemente. Después de presentarnos como es debido, la mujer nos enseña la casa donde pasaremos este fin de semana largo y memorable. Me encanta la decoración, con las paredes de piedra, el techo inclinado con una ventana incrustada por donde entra la luz del sol. La mujer, después de explicarnos el funcionamiento del jacuzzi y de otras cosas como la chimenea, se va deseándonos una buena estancia y dejándonos las llaves. Plantas artificiales decoran el comedor, la casa está rociada en su justa medida por un ambientador de hierbas aromáticas, que me producen bienestar.

Me fijo en la cama más que enorme, inmensa, con una colcha color salmón. Estoy deseando perderme entre sus sábanas, pero primero tendremos que subir las maletas, que todavía se encuentran en el coche. Luis va a por ellas, mientras me quedo respirando un pedacito de nuestro hogar para estos cuatro días, que hemos esperado desde Reyes con ilusión. Cuando un deseo se cumple, a veces el entusiasmo te ciega, y te impide disfrutarlo cómo es debido. Mi corazón palpita al son de lo que nos espera, nervioso y juguetón, feliz.

Luis deja las maletas al suelo de la habitación. Estoy de espaldas a él, y no tardo en sentir como sus brazos rodean mi cintura. Me aparta unos cuantos mechones de mi cabello, que está liso debido a las manos de una peluquera, que me ha peinado para la ocasión, y me besa en el cuello. Puedo notar cómo sus labios erizan mi piel. Me empiezo a rendir a sus caricias, pero de repente mis ojos se fijan en una cesta de mimbre, que está en un rincón de la mesita de noche, al lado izquierdo de la cama. Lo que me hace fijarme en ella precisamente en ese instante es que un par de botellas asoman de la cesta. Me aparto de Luis y voy directa a la cesta mientras pregunto:

¿Y eso? ―pregunto asombrada mientras leo la tarjeta que nos desea una feliz estancia.

Debe ser el regalo de bienvenida ―contesta Luis, encogiéndose de hombros―. Lo ponía en la página web, pero no pensé que se refería a esto.

Una botella de champán y otra de vino con su abridor entran inocentemente en mi vista. Un escalofrío me recorre entera, pues me hace pensar indebidamente en el alcohol. Es precisamente en los instantes de placer o relajación, cuando a veces pienso que una copita no me sentaría mal. Nada más lejos que la realidad. No puedo beber con moderación, porque ultra pasé los límites y de qué manera. Tener esas dos botellas tan cerca, me produce angustia. Luis lee mi pensamiento, y creo que él tampoco está tranquilo. No tarda en decirme:

Elisa, nos tendremos que deshacer de ellas. Esas botellas se van a convertir en un problema mientras estén aquí a la vista.

Maldita cultura la nuestra ―le digo―. Nuestra adicción forma parte de ella irremediablemente. Parece que la bebida nos persiga, Luis.

No saques las cosas de quicio, anda. Las descorcho y las tiro por el váter ―me tranquiliza.

¿Y el aroma que quedará? Ahora mismo me apetece un sorbo, Luis. Y esa necesidad, que me ha aparecido, será difícil de calmar.

Tan segura me veía, y ahora, mi voluntad otra vez andando vacilante por la cuerda floja. Miro a Luis con ojos suplicantes.

¿Y si sólo nos mojamos los labios, Luis? Brindemos por ese momento de paz y tranquilidad ―le digo acercándole las copas.

Elisa…. ¿No te das cuenta que tendremos problemas por ese error? ¿No te acuerdas de lo que nos dijeron en terapia?

Luis, será sólo hoy ―le insisto.

No, Elisa ―me aparta ambas copas―. No tenemos nada que celebrar de este modo. No ―continúa rotundo―. Nunca bebimos por tener problemas, tuvimos problemas por beber. Así de fácil. Impide que vuelvan a entrar en nuestra vida.

Nunca le había visto tan seguro. Luis descorcha la botella de champaña cuidadosamente para que no se vierta, se va al váter y tira enteramente todo el líquido espumoso. Luego procede con el vino.

Encima era de los buenos…. ―comento para mí.

Elisa, lo bueno ha sido no probarlo ―me dice firme rodeándome de nuevo con sus brazos.

Tienes razón. Luis, gracias ―le digo ahora que el peligro cercano ha desaparecido, y aunque me siento algo aturdida, celebro no haber recaído.

Luis se separa de mí unos instantes, coge las dos botellas vacías, y se va al contenedor de vidrio a tirarlas. Veo su gesto firme por la ventana, escondida disimuladamente por las cortinas blancas. Luego vuelve a mí, y me abraza fuertemente.

Nunca debemos jugar con la bebida, Elisa ―me susurra mientras me mordisquea el lóbulo de la oreja.

Lo sé. Gracias por estar ahí.

Yo siempre estaré dónde te haga falta.

Luis se agacha y pone en funcionamiento el jacuzzi.

¿Le apetece un baño, señorita? Mira, nos hemos olvidado de lo más importante de la cesta ―dice Luis mientras abre una pequeña cajita brillante.

«La felicidad sabe a chocolate», me digo mientras saboreo un bombón, que me ha tendido Luis y el jacuzzi se está llenando.

Menos mal que no son de licor ―le digo extasiada por el buen sabor dulce que me está dejando en la boca.

Ya me he asegurado antes de dártelo ―me contesta sonriendo.

Ambos entramos en el jacuzzi, y nos dejamos darnos masajes por el circuito de agua, que fluye entre los dos. Intercambiamos nuestra humedad, besándonos, recorriendo nuestra piel, sorbiéndonos, bebiendo las gotas de nuestros cuerpos mojados.

Se avecinan cuatro días de relax lejos de una droga, un tóxico, un psicótropo, un anestésico, un depresor: el alcohol. «Adiós alcohol», pienso. «Pongo punto final en mi vida. No vuelvas a entrar en ella. Lo que tengo es gracias a que tú no estás presente en ella, a que ya te dije adiós. Es de valientes saber decir que no. Luis lo es. Yo también lo soy. Y Toni, y María, y Rebe, y Jesús, y Paquito. Y tantas muchas, personas anónimas, que no permiten que les domines, que ya no creen en tus falacias, en el engaño de no reconocerlo. Nunca me alimentaste, ni me diste fuerza, ni potencia sexual, ni fuiste el mito que gocé admirar en las pinturas donde se vislumbraba a Baco. Ni tan siquiera me calentaste, ni diste más latidos a mi corazón que latía intoxicado por ti».

Luis me besa, bebo de sus labios su aliento fresco, sin un ápice de tu presencia. Embelesada me rindo a sus encantos.

Como agua, como agua para chocolate ―me susurra, porque mi beso sabe precisamente a bombón excitante, que se ha derretido completamente.

Continuará…

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