Los labios perfilados de un rosa chicle de Noemí se mueven lentamente. No me cuesta intuir que le está pidiendo perdón a Luis por los gestos que desprende, y por las palabras entrecortadas, que salen de su boca.
―Yo no…. quería…. Luis… Yo no… sabía…
―…
Luis repara en su mirada trágica, pero no dice nada.
―He dejado el trabajo.
―¿Los has dejado tú sola o te han echado? ―le dispara ahora un Luis enfurecido.
Mientras habla, Noemí agacha la mirada, y un mechón largo de su cabello se interpone entre sus labios, que ella no aparta. Ese mechón inocente sirve de interferencia para interrumpir mi habilidad de leer sus labios, y me fijo en los de Luis, carnosos y encendidos.
―El daño ya está hecho ―me parece leer.
Y Noemí, se aparta el mechón con su mano tan pálida que parece de porcelana. Mis esperanzas de continuar indagando en sus palabras se apagan, porque deja esta misma mano inmóvil cubriéndose sus ojos azul claro y parte de sus labios. Sara, que se ha apartado un poco de ellos, repara ahora en mí y veo cómo se me va acercando con su melena brillante. Me siento una estúpida, porque sé que me ha visto espiarlos y, sin querer, aprieto la bolsa con las uvas, que se machacan por la fuerza de mis dedos.
―Elisa, ¿cómo estás? ―me pregunta Sara más que nada por cortesía.
―Bien, aquí, comprando las uvas para esta noche ―digo alzando la bolsa.
Las miro y reparo que de algunas de ellas se escapa líquido.
―Pero qué torpe soy ―me excuso―. Se han estropeado. Voy a cambiarlas.
Y dicho esto, vuelco mis pasos hacia el estante de las uvas, que está unos cuantos pasillos atrás, mientras siento un aguijón impertinente agujereando mi pecho. No, no quiero sentir ya dolor. Pero el taladro preciso de mis emociones me pincha el orgullo. He dejado a Luis y Noemí hablando a escasos milímetros de su boca, tal vez reconciliándose como nosotros ayer. Me quedo mirando la esfera de mi reloj con las manecillas girando, con mis esperanzas detenidas. Mis pensamientos me arañan profundamente: Luis tarda, Luis se marchará con ella, Luis no volverá. Y yo esperando como una tonta con los nuevos racimos entre mis dedos, doce deseos que quería brindar con él esta noche. Ya no será posible, la sombra de los celos tiñe de oscuridad mi anhelo. Y al fin, decido irme. Pago la bolsa de uvas machacada, y la otra intacta. Y me voy de allí.
Pocos pasos me alejan de la tienda, cuando oigo la voz de Luis que me llama firme:
―¡Elisa! ¡Elisa, espera!
Me doy la vuelta lentamente. Me encuentro con su mirada temblorosa que se agita al encontrarse con la mía.
―¿Te ibas sin mí? ―me pregunta.
―Sí, quizás sea lo mejor.
―¿Para quién? ¿Para ti? Para mí seguro que no, Elisa.
―No puedo con esto, Luis.
―¿Nos has visto, no?
―Sí, y he creído que volverías con ella.
―Ha sido Sara, que se ha entestado en que hablemos. Pero yo ya no tenía nada que decirle.
―¿Has aceptado sus disculpas?
―¿A qué viene eso ahora?
―¿Sí o no?
―Sí… pero…
Me giro, y me voy. Pero su mano me agarra del brazo, y hace que me pare.
―Elisa, escúchame. Olvídalo. Deja atrás mi pasado y el tuyo ―me ruega―. Miremos juntos hacia el futuro.
El futuro de arenas movedizas, que es tan incierto, que hace que me apoye en él para no caerme en el asfalto.
―Te quiero, Elisa.
Y me besa delicadamente los labios.
Yo no me aparto, entrecierro los ojos y dejo que sus labios recorran mi alma hasta descorchar el aguijón. Siento alivio al lograr deshacerme de él, aunque sé que ahora la herida estará abierta durante cierto tiempo.
—Vayámonos a la casa de Toni, ―le digo sonrojada―. Creo que estamos dando el espectáculo en mitad de la calle.
Me coge de la mano y juntos continuamos el camino. Vuelvo unos instantes la mirada atrás, unos ojos aniñados de color celeste bañados por densas lágrimas, me observan fijamente desde la acera de enfrente. Sara rodea la espalda de Noemí y ella se vuelca en ese abrazo sincero. «No estás sola, muñequita de papel», pienso. «Tú tienes una amistad verdadera; yo un amor al que es difícil ponerle nombre sin caer en sus redes».
Toni nos espera sonriente. María está preparando canapés en el mármol de la cocina. Rebe, remueve una cazuela de marisco con esmero.
―¡Rebe! ―La saludo porque hace tiempo que no la veo.
Rebe se gira y me planta dos besos en mis mejillas. Se la ve contenta y pienso que es porque ha podido estar con sus hijos en Navidad.
―¿Cuántos seremos? ―oigo que pregunta Luis.
―Cinco. Jesús y su mujer al final no van a venir. Van a ir con el grupo de amigos de Sara.
―Echaremos de menos sus chistes ―dice María.
―Sí, y se van a perder la noticia.
―¿Qué noticia? ―quiere saber Luis.
―Pronto la sabréis ―responde Toni mirando a María―. Pero todo a su debido tiempo.
María ríe nerviosamente y continúa con los canapés. Me ofrezco a ayudarla para terminar antes.
―Nos iremos un momentito a la inauguración del restaurante de mi prima. Es a la siete, pero prometemos estar para la hora de la cena.
―Más os vale ―dice Rebe.
―¿Queréis venir? ―les pregunto.
―Mejor otro día ―responde Toni.
―Elisa ha expuesto un cuadro de los suyos ―oigo que dice Luis orgulloso.
―¿Ah, sí? ―se interesan todos.
Un fino rubor cubre mis mejillas, que se encienden y para deshacerme de él, me dirijo a Luis:
―Venga, vayámonos, Luis, no quiero llegar tarde a la inauguración. Susana nos estará esperando.