La primavera más que alterarme la sangre me cansa. El polen se ha decidido a invadir mi nariz y… Achís! Necesito un antihistamínico, pero si me lo tomo me entrará sueño y el cansancio se acentuará. No, decididamente no me lo voy a tomar. Voy a atender detrás del mostrador intentando esbozar una sonrisa, aunque me piquen los ojos, aunque esté agotada, aunque la nariz me gotee. Síntomas menores, que no pueda arreglar esa sonrisa, que más bien me queda como una mueca al escuchar al primer cliente que entra.
—Dame una caja para el dolor de muelas transgénica.
—¿Cómo dice?
—Sí, un sucedáneo de esos, de lo más barato que tengas.
—Ah—digo yo encendiéndome la bombilla—. ¿Un genérico?
—Eso mismo. No sabes cómo me aprietan las muelas.
—¿Y si va usted al dentista a que le eche un vistazo?
—Ah… No—niega rotundamente—. La última vez que fui me juré que nunca más volvería. No sabes cómo me atornilló la VISA.
A esas alturas los genéricos cuestan lo mismo que los medicamentos de marca. Le saco una caja de cápsulas, le digo el precio y me mira perplejo.
—¿1,65? En mi bar no doy nada por menos de 2 €.
Intento no hacer ningún comentario al respecto, sólo recomendarle que vaya al dentista. El cliente paga y se va silbando.
—Una cajita de “Tulipán”—dice una abuelita con gesto impoluto.
Como viene cada semana y ya hemos descifrado a qué se refiere, le damos su cajita de Tonopán.
—Tómame la tensión, hija —me dice con cariño la señora Remedios.
La faena se amontona, porque van llegando nuevos clientes. La señora Remedios está bastante alta y le recomiendo sentarse unos minutos para volvérselo a repetir.
—¿Ya se ha tomado la pastilla hoy? —le pregunto.
—Es que la verdad me lío bastante —me confiesa—. La última vez todas las cajitas eran de color rojo y ya no sé si me tomo la del colesterol o la de la tensión.
—Bájelas y se las ordenaremos —le aconsejo.
La señora Remedios asiente y, mientras espera pacientemente, me dispongo a atender a los demás.
—Insulina para los ojos.
—¿Cómo dice?
—Insulina.
—¿En colirio?
—Sí.
Saco un repertorio de distintos colirios hasta que la señora se decide por uno. Ni por asomo existe un colirio que baje el azúcar.
—Ese es —me indica señalándolo aliviada.
—Bilina.
—No sabes cómo me pican los ojos con todo ese polen suelto.
Qué me va a contar a mí la señora si noto en este preciso momento cómo me pican una barbaridad. La señora se lleva su colirio para la alergia y vuelvo a tomar la tensión a la señora Remedios. Le ha bajado un poquitín ya que se ha relajado y le indico que vuelva para ordenar las pastillas.
Me quedo unos minutos sola, hasta que entra un señor con el bigote muy tupido, me tiende una receta y me dice:
—Deme únicamente el “Disipán”.
Empiezo a leer su receta electrónica y reparo en la única palabra que se asemeja.
—¿El Diazepán?
—Si eso mismo, el que me disipa los nervios.
Paso la receta, el señor se va y cuando estoy por continuar con distintas recetas electrónicas que me llegan de distintas manos, el sistema hace su particular “crash, boom, bang” y me devuelve el siguiente mensaje: “El sistema no estará disponible temporalmente. Pruebe en unos minutos”. Huy, unos minutos… los que van pasando y se convierten en horas. Vaya mañanita me espera. Maldita técnica. La gente se amontona, los de las recetas que vuelvan a la tarde cuando el sistema funcione. La señora Remedios vuelve con sus cajitas de pastillas. Vaya, son todas rojas, con razón se hace un lío. Le voy apuntando con mi letra para qué sirve cada caja y la abuelita me lo agradece.
—¿Ese anticelulítico realmente funciona? —me pregunta una chica que acaba de llegar.
—Si lo haces con constancia y acompañado de una dieta, sí…
—Ah, no —dice la chica encogiéndose de hombros y enfundada en sus michelines—. ¿No tienes nada que funcione?
—Milagros a Lourdes.
La chica, después de mirar todas las cremas anticelulíticas y reductoras expuestas se decide por la que anuncian en televisión y así me lo indica.
—Voy a probar la que actúa mientras duermo. Total me paso muchas horas durmiendo, me hará más efecto.
La chica paga y se va con la ilusión impresa en su rostro.
—Deme una caja de pastillas… No me acuerdo del nombre —apunta un hombre con la calva brillante.
—¿No se acuerda?
—No, las pastillas son blancas y redondas. ¿Sabes cuáles son?
¡Menuda pista!
—¿Para qué son?
—No me acuerdo, me las tomo cada mañana en ayunas.
—¿Tiene el prospecto en casa?
—Sí…
—Mejor que lo traiga y así vamos a lo seguro —le indico.
—Deme una crema para las manchas —me ordena otra mujer.
Mientras le muestro un tubo a la señora, le indico que se lo aplique por las noches, que sea constante y que por el día se ponga protección solar máxima.
—La constancia no es mi fuerte, pero lo intentaré —dice la mujer mientras compra la crema despigmentante.
El señor olvidadizo vuelve con su prospecto.
—Quien no tiene memoria, tiene piernas —me dice sonriendo traduciendo literalmente un dicho catalán.
Le doy su caja de pastillas y me doy cuenta que ya se ha hecho la hora de cerrar. Bajo la reja y me apresuro en irme.
—Toc, toc, toc…
Alguien llama… espero que me haga la pregunta retórica de cada día.
—¿Ya estáis cerrados?
«No, si bajamos la reja por hobby», pienso.
—Sí -—digo a regañadientes mientras la nariz me gotea.
—Es que me he olvidado de las vitaminas para el cabello.
¡Menuda urgencia! ¿Si no se las toma un día se quedará calva? Misterios de la ciencia. Le doy las vitaminas a la mujer y ahora sí, me marcho a mi casa donde me tomaré el antihistamínico, que me ayude a dormir después de este día tan ajetreado.
Ya en casa, la alergia se acentúa y me cuesta respirar. Voy al botiquín a buscar la pastilla que me alivie los síntomas pero… ¡Ostras! ¡No me queda ninguna! Compruebo la caja de pastillas vacía alarmada. ¿¿¿¿Y ahora qué????
—En casa de herrero….—empieza mi marido mientras cenamos.
—… cuchillo de palo —terminan los niños mientras sorben ruidosamente la sopa.

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