El coche de mis tíos bajaba por la carretera muy lentamente. Mi tío Pepe, por precaución, había esperado hasta las doce del mediodía para partir, para evitar más que nada las zonas sombrías plagadas de hielo, que posiblemente inundaban el camino a primeras horas de la mañana. Susana no había acabado de cantar el «Noche de paz», que era el villancico que seguía al «Campana sobre campana», había quedado interrumpido por mi conversación con Toni, que me había dejado profundamente alterada.
Aunque Toni había intentado con todas sus fuerzas calmarme, y decirme que Luis se encontraba estable, su indicación, que me sonó más como una orden, de que me pasara antes por su casa, que ir directamente al hospital, me demostraba que no me estaba diciendo toda la verdad en sus palabras que me sonaron blandas y cargadas de tópicos reconfortantes. Sabía que realmente se escondía algo más de lo que me estaba contando por teléfono. Algo oculto y sombrío, que me decía mi instinto interior de mujer. Hablamos durante escasos minutos en los que Toni, ante mi voz de alarma, de que le había pasado a Luis con su coche, me dijo que no había sido con el vehículo el accidente, que se trataba de otra cosa que ya me contaría, pero que estuviera tranquila, que Luis se encontraba bien.
Fue una noche agitada, en la que mi madre me preparó una tila doble mientras les contaba a mis familiares que Luis era un amigo especial. Mis lágrimas se agolpaban a mis ojos, pero era incapaz de hacerlas brotar, pues el dolor que sentía era tan grande, que se habían paralizado en mi interior y las sentía allí, estancadas, fuertes y poderosas por su sal que me hería como ácido en ebullición, quemándome y sintiendo en mi fuero interno que no podía perder a Luis, que el destino no podía ser tan cruel para lanzarme esta hecatombe, que me había caído como una losa de granito, aplastándome y hundiéndome otra vez en mi pesar desdichado.
―¿Un chorrito de anís o agua del Carmen? –me preguntó mi tío Joaquín más que nada para ayudar que por otra cosa, porque para él las infusiones siempre debían estar acompañadas por algún licor, y sobre todo, si se tomaban por un disgusto.
Negué automáticamente con mi cabeza con las pocas fuerzas que me quedaban. Lo único que tenía claro era que, a pesar de las dificultades, no volvería a beber, y me aferré a este pensamiento, porque formaba parte de nuestro pacto, de la complicidad que tenía con Luis, de la promesa que no iba a romper, de nuestra unión, y recordé mi última conversación con él, mis últimas palabras habían sido «Te quiero». Una confesión que me había salido del alma, y se la grité a los cuatro vientos, porque a pesar de que muchas veces me había mostrado con él esquiva, que había preferido a mi ex. Hoy y sólo hoy sabía que mi futuro estaba con él y quería amanecer cada día a su lado.
Mi tío Joaquín cerró el mueble bar cabizbajo después de esconder la botellita del agua del Carmen, que sabía que mi madre de vez en cuando bebía cuando pasaba alguna desgracia en el pueblo. Mis familiares fueron desfilando, prometiéndome que al día siguiente, me llevarían a la ciudad de nuevo. Fue mi tío Pepe quién se ofreció a llevarme junto con su mujer y mi prima Susana, mientras mis padres se quedarían con mi primo Paquito.
No pude levantarme de la silla para darles unos besos de despedida, porque algunos posiblemente tardarían en verme. Me quedé allí, sentada y anclada al asiento, mientras todos se levantaban y se iban. Mis padres, después de haberles acompañado a la puerta, volvieron a mí y me intentaron tranquilizar con sus palabras, que me sonaban distantes, espaciadas por la distancia, que no había, porque mi mente ahora revivía los instantes pasados con Luis, mi novio, palabra que nunca antes había pronunciado refiriéndome a él, pero que ahora sentía la necesidad de decirla con todas sus letras.
Sus juegos de espejos castaños, que empezaron a deslumbrarme en la sidrería; su beso casto, que me dio en casa de Toni envalentonándose, y abandonando su timidez característica. Su dulce proposición de querer que formara parte de su vida; sus películas románticas que servían de excusa para que, por un momento, me sintiera como parte de sus protagonistas; sus desayunos completos para empezar el día con fuerzas; su protección y cariño al acompañarme hasta la puerta del piso de Sandra; su espera paciente antes mis negativas, y vacilaciones; su olor tan intenso, que sólo me conducía al deseo absoluto de perderme entre su cuerpo, y olvidarme de todo por unos instantes. Sentada todavía en la silla, reconocí que habían sido los meses más placenteros de toda mi vida, porque Luis se desvivía por mí, y me colmaba de atenciones sin esperar nada a cambio.
―Eli, necesitas acostarte ya ―me dijo mi madre.
―No puedo, mamá. Sé que no podré dormir ―le contesté todavía clavada en la silla del comedor.
Mi madre se levantó, fue directa a la cocina, volvió con una caja de pastillas y un vaso de agua. Cogió una, y me la tendió.
―A veces ―me explicó― cuando no puedo dormir, las tomo. Son suaves, pero te ayudarán a dormir.
Engullí la pastilla y dejé que mi madre me acompañara hasta mi cuarto. Me arropó, y se quedó durante largo rato haciéndome compañía. Me sentí como cuando era pequeña y me contaba cuentos de hadas y princesas en mi habitación infantil. Me hablaba pausadamente y su voz se fue distanciando, porque un sueño artificial poco a poco se fue apoderando de mi mente. Bostecé largamente, sentí los labios de mi madre posándose en mi frente y me dormí, no sin antes decirle:
―Luis es mi novio, mamá.
Lentamente, con el coche de mis tíos y con ellos de acompañantes, deshago el trayecto, que había hecho hacía tan sólo dos días en el autobús, que me había llevado a pasar las Navidades en el pueblo. Había presagiado erróneamente que serían unas buenas Navidades, acompañada por los míos, y que, de regreso, Luis estaría esperándome para celebrar el Fin de Año. En un segundo, todo cambió, y giró mis planes del revés.
El mismo día de Navidad, estaba haciendo este viaje de cuatro horas para saber qué es lo que había pasado realmente con Luis. El cielo nublado empezó a chispear tímidos copos de nieve, que poco a poco se hicieron más consistentes, paramos durante unos minutos y mi tío puso las cadenas en el coche.
Aproveché este descanso para llamar a Sandra, sabía que con el simple hecho de escuchar su voz, me calmaría pero mi llamada se extinguió al chocar contra su buzón de voz. Ante mi suspiro de resignación que resuena más de lo que hubiera querido en el coche, Susana me dice:
―Cuando quieras hablar, sólo hace falta que me lo digas.
Mi prima, con la que siempre me había llevado bien, aunque el tiempo nos había distanciado, me tiende una mano abierta con la que poder consolarme.
―Gracias, Susana ―le digo―. Luis no es un amigo especial… Es…
―¿Tu novio?
―Exacto. Llevamos poco, por eso me cuesta todavía definir nuestra relación.
Agradecí que Susana no me nombrara en ningún momento a Nacho, con el que más de una vez habíamos compartido cenas y celebraciones, y además estaba segura que mi madre se encargaba de decir a los cuatro vientos por el pueblo, que pronto me casaría con él.
―Seguro que se pone bien, prima.
Mis tíos vuelven a entrar en el coche y arrancamos de nuevo. Lentamente, el paisaje propio del pueblo se va diluyendo para acercarnos a la zona más industrial de la ciudad. Después de indicarles donde vive Toni y cruzar varias calles propiamente residenciales, el coche de mi tío Pepe se detiene.
―Gracias, tíos, por el viaje, prefiero entrar sola ―les digo.
Les abrazo y les beso, especialmente a Susana. Cuando el coche de mis tíos se ha alejado lo suficiente, me armo de valor mientras respiro con agitación, llamo a la puerta y espero impacientemente a que se abra. Lentamente, las luces de la casa se encienden, y veo como la silueta de Toni se recorta en el umbral. Lo interrogo con la mirada, porque mi voz de repente se acalla.
―Elisa, tranquila, Luis está bien ―me dice Toni―. Su padre le localizó ayer por la tarde.
Un escalofrío me recorre entera, y las palabras se me agolpan en la garganta, para galopar entre mi lengua y dientes para decirle:
―¿Su padre? ¡Oh, Dios! ¡No puede ser! Dime que no, dime qué le ha hecho este mal nacido!
―Ya ha terminado todo, Elisa. Luis, ayer mató a su padre…