Los primeros rayos de sol despuntaron la ventana de Lisa y se posaron en sus párpados. Abrió el ojo derecho, se desperezó y miró el despertador que estaba apagado. Marcaba las nueve de la mañana. Era sábado y no trabajaba, porque su jefa le había dado fiesta, ahora que el período de las segundas rebajas había acabado. Su marido todavía dormitaba en la lejanía de los sueños. Puso un pie en la cálida moqueta y luego buscó las zapatillas rosas, que se encontraban en algún lugar perdido, debajo de la cama. Las encontró a la tercera vez que las buscó, se calzó los pies y se fue directa al lavabo. Se limpió la cara delante de un espejo que día tras día le demostraba el paso del tiempo. Su piel ya no era la de una jovencita. Algún prominente michelín se dejaba entrever, entre la fina tela de su pijama. Pensó que ahora que empezaba el buen tiempo era un buen momento para volver a hacer ejercicio. Nunca le había gustado ir a un gimnasio, porque pensaba que era tirar el dinero, mejor hacerlo al aire libre, porque la primavera así lo invitaba. Era la mejor época del año, ni frío ni calor sofocante.
Salió al pasillo y comprobó que la puerta de la habitación de su hijo estaba cerrada. Seguiría durmiendo después de una intensa noche de marcha. No lo había oído llegar. Fue a la cocina y encendió la cafetera. Un buen café y unas buenas tostadas untadas con mantequilla light para empezar. En el fregadero se amontonaba una pila de platos sucios y una hilera de vasos por fregar. Al verlo, una mueca cruzó la cara de Lisa. No era el momento de desaprovechar la primera mañana primaveral con quehaceres domésticos. Quería salir afuera a respirar aire puro. Minutos después se puso el chándal de un azul pálido y se calzó unas zapatillas de deporte. Su marido abrió los ojos al oírla.
—¿Dónde vas? –le preguntó.
—A la montaña, a correr un rato –le dijo ella.
Él percibió algo en su tono que no le gustó, ella había entendido su pregunta como una acusación, un pequeño control sobre ella que le disgustaba.
—¿Cuándo volverás?
Y fue este cuándo lo que a ella le hizo explotar. “Cuando” significaba si volvería justo a tiempo para hacer la comida, o para fregar los platos, o para pasar la mopa… Limpieza, limpieza, limpieza…
—En primavera no me quedo limpiando! –gritó Lisa.
Y dicho esto se fue dando un sonoro portazo.
Al salir a la calle, impregnada por un olor dulce claramente primaveral, se le fue pasando poco a poco el enfado. Se desvió por un caminito de tierra y empezó a andar cada vez más deprisa hasta que al fin se puede decir que puramente corría. Lisa, se sentía libre como los pájaros que revoloteaban por encima de su cabeza. Era una libertad sana y limpia, de colores vivos.
Al cabo de unos minutos empezó a sudar mientras subía una cuesta bastante empinada. Pero pensó que podía continuar un poco más a pesar de estar en baja forma. Y así fue pasando su primera mañana de sábado libre. Cuando ya no pudo más, regresó por donde había venido a su hogar.
Su hijo y su marido la esperaban con hambre. Lisa hoy se sentía con valor para decirles lo que hacía un tiempo que había estado meditando pausadamente. Entró en el salón y dijo vocalizando lentamente:
—A partir de hoy, tú limpiarás, él limpiará y yo limpiaré, porque todos ensuciamos. La limpieza de esta casa la tenemos que compartir.
Su hijo y su marido bajaron la mirada pero ella añadió:
—¿Lo habéis entendido?
Y hasta que no asintieron los dos, no se fue a darse su merecida ducha. Se desnudó frente al mismo espejo que había sido testigo la mayor parte de su vida, y se metió debajo del chorro de agua caliente. El agua le limpió todo su cuerpo, arrastrando todas las impurezas provocadas por el sudor.
Cuando salió de la ducha, se encontró un plato humeante en la mesa. Su marido había preparado la comida y su hijo había arreglado el dormitorio y barrido el pasillo. “Mens sana in corpore sano”, decían los sabios. Lisa pensó que hoy, primer sábado de primavera, algo había cambiado en su hogar.