Aquel año la fiesta memorable del Renacimiento no se celebraría en mi ciudad. Siempre lo hacía en julio, pero una pandemia nos tenía confinados en casa desde el mes de marzo del 2020.
Llevábamos meses en los que estudiábamos las posibilidades que nos quedaban, sin tenerlo nada claro. Los diferentes gobiernos improvisaban la mejor manera para que el resultado fuera lo menos catastrófico. Como la lucha de intereses no estaba clara, cada uno jugaba a su favor, unos por la economía, otros por la vida. Y así, los días iban pasando con la suma de lucha de fuerzas en diferentes direcciones que hacían que un remolino nos agitara la mente.
La mayoría vivíamos mal. Si no era por el estrés, era por la vida en sí que nos azotaba sin parar. Por no hablar de algunos que se quedaban con sus necesidades primarias tan reducidas que se quedaban desnudos y sin nada. Más de lo que habían estado nunca. De las muertes, era mejor no hablar. Quedaban reducidas a cifras que nos era imposible procesar. Era tan difícil diferenciar el número absoluto que crecía cada día…
Con todo este panorama, empecé a pensar qué podía hacer, aunque no podía hacer mucho. Lo mejor y recomendable era no salir de casa para no saturar el sistema de salud. Pero las horas iban pasando lentas, y la mayor parte del tiempo les daba por ponerse del revés. Cada segundo que pasaba había más muertos, más vidas se despedían sin derecho a decir un último adiós a la familia, amigos y gente cercana. No había visto un detonador tan potente para iniciar una novela o un relato como el que ahora tenía en mis manos.
Aunque me era imposible sacar jugo, desmenuzar y analizar, porque no sabía hacia dónde iba. Mi brújula estaba parada y no marcaba ninguna dirección. Justo ahora que quería convertirme en escritor de mapa, continuaría agitando una veleta de principiante. Más me atrevería a decir, de novato e ignorante.
Como la ignorancia en sí es un buen saco de infortunios, para sacarles provecho de cara a futuros personajes, me envalentoné a ir hacia esa dirección. Podría hacer que sufrieran más de la cuenta, desgracias propias en sus carnes. Después pensé que no me iría bien, porque me bajaría la moral. Si me llegaba a creer lo que me atrevía a contar, no sería bueno para mi nivel de salud mental. Entre la salud y la literatura, siempre debía elegir la salud, porque era lo más preciado para mí en aquel momento. Lo único a lo que podía aferrarme, ya que ni dinero ni amor me habían tocado en la lotería de la vida.
Con la incertidumbre a flor de piel, decidí sacarme de mi bloqueo de escritor con unas gafas de realidad virtual que compré por internet. Con ellas, analizaría por qué habíamos llegado a esa situación. Ya llevábamos veinte años sumergidos en pleno siglo XXI, existían inventos para paliar la soledad, acercarme a otras personas para vigilarlas y a la vez inspirarme.
Se me ocurrió la idea de estudiar el comportamiento humano para tener más ideas y empezar a tejer el esqueleto de la futura novela. Me sumergí en el sistema de geolocalización y empecé a buscar vistas de ciudades en tiempo real, pero las calles estaban tan desiertas que asustaban.
Al final, me decidí por ver paisajes de montes porque quería relajarme. Me recrearía un poco la vista y de paso, si algo me gustaba, intentaría acceder a través del teletransporte.
Al cabo de un buen rato, la vi. Sentí una corazonada tan fuerte que me dio un pálpito hasta en los huesos. Me dije, ahora o nunca. Aproximé el zum para verla mejor, no fuera que mi imaginación me hubiese jugado una mala pasada.
La mujer en cuestión era tan bella como un anochecer deslumbrante. Y sentí como la sangre de mis sentidos me abandonaba y se iba hacia la parte inferior de mi miembro. No sé cómo, pero intenté que mis instintos no fueran a más e intenté controlarme observando aquel rebaño de carneros, que bajaba por la montaña. A duras penas, lo conseguí ya que, después de calmarme y beber un gran trago de agua, entré en acción. Cliqué el botón de teletransporte y me sumergí en la escena.

Durante unos minutos, sería invisible para ella antes de que el teletransporte fuera cien por cien eficaz, lo que me daría tiempo para habituarme al nuevo paisaje. Quería entablar una conversación con ella, pero no sabía en qué idioma hablaba. La observé de cerca. Su cara brillaba un poco por el sudor ya que estábamos a más de treinta grados y el sol hacía muchas horas que calentaba.
Entonces, la mujer empezó a silbar y ensordecí. Me di cuenta de que llamaba a un cordero, que no se decidía a seguirla. Después de grandes intentos, el animal no se movía del sitio y pensé si podía llegar a ser sordo como yo lo era en aquellos momentos.
No me dio tiempo a esconderme ya que me despisté con el cordero y me volví visible. Al verme, la mujer se sobresaltó. Intenté calmarla con el timbre de mi voz. Mis manos estaban abiertas y le dije que quería ser su amigo. Ella no sé si me entendió, pero empezó a correr de tal forma que apareció el perro del rebaño y me dio un mordisco en una de mis manos. Aúlle de dolor y quise marcharme de allí, pero la batería del teletransporte estaba casi agotada y no funcionaba.
Me quedé allí con la mano sangrando y con algunas ideas que palpitaban en mi mente para mi futura novela. Quería que la mujer regresara para que dejara de ser un personaje plano y convertirlo en redondo, de los que evolucionan de verdad a través de las páginas. Tenía miedo de bajar hacia el pueblo y de que un grupo me diera una paliza por haber molestado a aquella pastora.
El rebaño se había disuelto y los carneros habían abandonado el monte, excepto el cordero torpe que no se movía de mis pies. Y entonces lo miré y sentí algo parecido a la ternura. Tenía algo de aquella bella mujer, una cría que se le resistía a pesar de sus cualidades. Pensé que intentaría domesticar al animal para enseñarle mis avances en unos días.
Después de varios meses en los que me he instalado en este monte, nadie me molesta. De momento, no me he infectado de la pandemia y vivo tranquilo. Además, la mano parece que se me ha curado del mordisco por el aire sanador de la montaña.
He observado a la bella mujer desde la distancia y mi enamoramiento hacia el cordero, que pronto dejará de serlo, ha ido en aumento. Me he preguntado en distintas ocasiones si la pastora me dirigirá algún día la palabra. De momento, noto cómo me mira y sé que agradece mi labor. Le he quitado una faena muy terca y hostil y estoy satisfecho con el resultado.
Sentí amor a primera vista por ella y me he imaginado platónicos momentos en los que salíamos a pasturar los tres. Algún día puede que me decida a escribir lo que siento, pero de momento no paso a la acción. «Mal vamos, si nunca has tenido constancia», me martillea mi pensamiento. Creo que es el momento de abandonar esa bucólica vida y regresar a mi antiguo hogar. Deseo no hacer daño a la pastora y que no me eche tanto de menos como yo la voy a echar.
Dos días después, ya estoy en casa. La batería que llevaba de repuesto para el teletransporte me ha funcionado y eso que retrasé su uso, porque me servía de excusa para seguir en tan bello paisaje.
A pesar de que aún no sé en qué idioma habla la bella pastora como lo demostró en nuestra despedida, me inventaré una trama creíble. Tengo que demostrarme con la práctica de que soy capaz de llevarla a cabo y olvidar la procrastinación.
® Helena Sauras
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