Se pasó una hora buscando el calcetín rojo. Ruth estaba al borde de un ataque de nervios, pues no lo encontraba por más que lo buscase. El problema no era el valor de aquel mísero calcetín, sino que su miedo provenía de pensar quién lo habría podido encontrar. Repasó de arriba abajo el despacho de la oficina donde trabajaba por enésima vez. No. Seguro que allí no estaba. Miró dentro de su bolso. Su minúsculo tanga, guardado a toda velocidad, estaba encima de todo. Lo apartó, y lo metió dentro de un compartimiento del bolso, que cerró con la cremallera. Se imaginó la cara que pondría la cajera del supermercado, si lo viese al pagar la compra. Rebuscó entre sus cosas, pero ni rastro de aquel maldito calcetín. Mira que si por culpa de aquello, perdía su dignidad en la oficina… Sería la comidilla durante días, que le pasarían lentos, y ofuscados. Y todo, por un calentón del jefe, que todavía le daba repelús. Sentía una arcada contraída en su garganta.
Si todavía le hubiese gustado, pensó, mientras continuaba buscando. Dentro de la papelera. Imposible. No habían tenido tanto arte como para hacer puntería. Miró en su interior. Estaba limpia. No había ni tan solo un papel arrugado, y un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Mercedes. Seguro que ella había encontrado su prenda en su trajín de limpieza diaria.
Era imposible preguntarle a la cotilla de Mercedes, sin levantar sospechas, por eso prefirió guardar silencio. Sí. Sería una tumba.
Aquella noche no podría dormir, pues pensaría en que quizás alguien sabía lo suyo con el jefe de personal. Pero estaban tan mal las cosas… Sentía una angustia que la asfixiaba. Cada vez que Germán se le acercaba, tenía miedo a que le hiciera pasar al despacho para despedirla. Por eso, posiblemente, lo había seducido con sus encantos: su pelo rizado y envolvente, la dotaba de gran personalidad. Ruth quería ascender, no exclusivamente hacer fotocopias. Por eso, había dejado caer sus pestañas de una manera seductora, mientras le acercaba una fotocopia todavía caliente al jefe. En ese instante, había nacido una chispa instantánea, en la que Germán le había rozado el culo, y había dicho aquellas palabras mágicas que a ella le daban tanta fobia.
Ruth le siguió. Entró en su despacho acobardada.
Con un regusto a la comida que había engullido aquel mediodía, Germán, intentó besarla. Ella, paralizada por el miedo que le impedía moverse, no opuso resistencia. Las manos de Germán tocaron sus glúteos firmes, mientras Ruth evocaba un momento de placer, revivido en otros tiempos, con los ojos entornados. Él pensó que a ella le gustaba, pues la oyó gemir bajito. Después, Germán se sentó en la mesa y le sugirió que ella se agachara mientras sostenía su miembro firme.
No pudo hacerlo. Por eso, tal vez se quitó el tanga rojo, se subió encima de Germán y…. Sí, con los distintos movimientos, el calcetín debía haber salido disparado. No tenía duda ahora, que había visualizado los momentos más cruciales de aquella tarde.
Al final de la jornada, Ruth, salió la última de la oficina con la mirada gacha, y avergonzada. Se fue al supermercado y se compró la cena. Como siempre, cenaría sola. En su dormitorio se quitó las botas y comprobó en su pie desnudo, como había una uña que sobresalía más que las demás. Se dio una ducha y decidió cortarla, mientras apartaba de su mente por unos momentos, y entretenida con las tijeras, la imagen babosa de Germán.
El jefe de personal aquella noche se relamió los labios. Cuando llegó a su casa, y después de cenar con su mujer y sus hijos, dijo que tenía faena atrasada, y que no le molestaran. Se encerró en su despacho, abrió el segundo cajón de la mesa, y allí guardó el calcetín de Ruth, que sacó del bolsillo de su pantalón. Observó que tenía un agujero y dudó en si zurcirlo. Al final, prefirió dejarlo así, pues mantenía la esencia de la joven empleada. Su colección de calcetines era numerosa. Observó sus trofeos con la luz tenue de la bombilla, excitado.
—Esa Ruth, toda una caja de sorpresas. Aún no tenía un calcetín rojo para la colección. La premiaré -se dijo para sí.
Al día siguiente, Ruth recibió un ascenso. Con el corazón bombeándole de asco, y sacando una fuerza que desconocía, prefirió rechazar la oferta ante la sorpresa de sus superiores. Seguiría siendo becaria, e intentaría trabajar en otro lugar, lejos de Germán. De aceptar aquella suculenta propuesta, siempre acabaría recordando cómo había llegado a ella. Aquel mismo día se puso a buscar otra salida, cruzando los dedos para que saliera una oferta. De camino a casa, pasó por delante de la mercería de su barrio.
En el escaparate destacaba un cartel que anunciaba con letra Arial: “Se busca dependienta”. Ruth entró entusiasmada, ofreciéndose para el puesto. Conocía a la dueña, y sabía que lo tendría fácil. Acertó de lleno, pues al día siguiente empezó a trabajar rodeada de calcetines de varios colores.
Al cabo de unos días, entró una señora muy bien vestida y peinada de peluquería, con una bolsa de plástico. Se acercó al mostrador y se dirigió a la dueña.
—¿Recicláis calcetines? —preguntó al borde de las lágrimas.
Ruth, que la oyó, se quedó estupefacta.
—¿Qué ha pasado esta vez, Silvia? —preguntó Carmen, la dueña del local.
Con rabia, Silvia, abrió la bolsa y fue tirando una gran cantidad de calcetines, todos desparejados.
Carmen, no comprendía nada.
—¡Una lista de sus amantes! ¡Y esto es lo que me he encontrado en su despacho! Pero lo tiene claro, esta noche a mi no me engaña más. ¿Trabajo? De patitas en la calle va a ir cuando se lo cuente a mi padre. Ya verás. A mi solo me hace falta mover este dedo —dijo señalando su meñique— para conseguirlo. ¡Y lo haré! ¡Te lo juro por mis hijos!
Cuando la mujer se fue, después de que Carmen, su amiga, la tranquilizara, Ruth se puso a recoger el mostrador. Al despejarlo, no tardó en reconocer su calcetín rojo.
—Eres de un rojo atrevido, rojo como la ira, de rojo pasión —le dijo—. Cuántas emociones en estos días, ¿verdad?
Y rompió en una carcajada, porque aquel día llevaba medias, y de mantener una absurda conversación con un calcetín. Al cabo de poco, guardó la compostura, y se puso a ordenar la tienda. No quería que la viesen hablando sola. Tenía trabajo, y tenía que conservarlo. Se puso a silbar de contenta cuando terminó su labor. Se fue a casa imaginándose la cara del viciosillo de Germán, al saber que había sido descubierto. Pero ella ya no la vería. Y de eso, se alegró.
® Helena Sauras