Sé que Luis no puede evitarme aunque quiera, porque el destino se ha encargado de que nos crucemos en la misma acera. Se me queda mirando fijamente, pero sin pronunciar palabra alguna en la calle desierta, porque parece que haya desaparecido todo el mobiliario urbano para acercarnos de nuevo. Nuestros espejos se contemplan largamente. Sólo él y yo, en la inmensidad del asfalto.
―Hola Luis ―rompo el silencio―. Lo siento mucho…
―Ya… pero lo hubieras tenido que pensar antes. ¿No crees?
―Cierto. ¿Quieres ir a tomar un café y lo hablamos?
Mis esperanzas se tiñen de azul juvenil, cuando Luis acepta. Volvemos al mismo parque, en la misma terraza con las mesas y sillas de mimbre, que ahora vienen acompañadas por unas estufas de exterior. Nos sentamos y contemplo los árboles desnudos, que me vuelcan a una tristeza desmesurada de sueños rotos. Remuevo mi café, que esta vez lo he pedido solo, con lentitud, porque estoy analizando y sopesando mis palabras.
―Cometí un gran error. —Y lo miro fijamente, porque espero que él me crea en lo que voy a decirle―. Cuando el pasado, que todavía no tienes superado, te llama, es muy difícil decirle que no.
―¿Qué pasado, Elisa?
Sé que ha llegado el momento de hablarle de Nacho, quiero sincerarme con él y así lo hago. Él me escucha. Sus ojos se ensombrecen. Sé que le estoy haciendo daño a pesar que intento ser suave en mis explicaciones.
―¿Qué he sido yo para ti, Elisa? ¿Un entretenimiento?
―No, Luis. En serio te lo digo. Contigo he vuelto a sentir sensaciones, que creía que se habían muerto definitivamente para mí… Soy una idiota. ¿Podrás llegar a perdonarme algún día?
―Tal vez… Las magdalenas no me saben igual desde que no estás.
―No quiero perderte, Luis.
Mis palabras son directas. Me estoy dando cuenta que por una vez en mi vida tengo claro que quiero luchar por él, que quiero trazar mi futuro a su lado. Mi mano derecha busca la suya por encima de la mesa, y cuando la encuentra no la suelta.
―Tienes las manos frías, Elisa ―me dice.
―Más helado tengo el corazón, si tú estás lejos de mí. Quiero que me dejes volver a tu lado…
―Te lo permitiré solo con una condición.
―¿Cuál? ―Quiero saber con mi alma desbocada.
―Que no vuelvas a beber. Si vuelves a beber alcohol, no te volveré a dirigir la palabra.
No me esperaba esta condición, y sé que si me la ha puesto, es porque me quiere. Me levanto de la silla, me acerco a él, y le beso. Una pequeña llama vuelve a rebrotar en mí, su fragancia tan perfectamente masculina me envuelve, y su sabor regresa de nuevo a mis labios. Cuando nos separamos de este beso intenso, le digo:
―Sí, Luis. Voy a ser capaz.
Y nunca lo he tenido tan claro en toda mi vida. En el alcohol, cuando llegas a una situación límite, que te hace tocar fondo, sólo existen dos posibilidades. O sucumbir en sus profundidades, o sacar fuerzas, imponerte, y salir al exterior. Yo he elegido esta segunda opción, en este parque de luminosas oportunidades abiertas.
―¿Quieres venir a mi casa? ―me pregunta.
―Sí, no sabes cuánto ―le respondo.
Su piso está bastante desordenado, muy diferente a la última vez en la que fui.
―Es el caos interior, que llevaba estos últimos días ―se disculpa Luis.
Entre los dos hacemos un poco de espacio, para poder querernos sobre el sofá. Sus manos me recorren, y tiemblo de la emoción, que me producen. Tenemos toda la tarde para nosotros, y vamos a aprovecharla para explorarnos, sin que quede ningún resquicio por besar, lamer, y acariciar.
El lunes llega con un buen recuerdo de lo pasado este domingo. Me visto, y me voy a trabajar a la academia. Hoy iremos a la otra parte de la ciudad, a pintar la montaña que se ve algo lejana. Recorro las calles de mi antiguo barrio con mis alumnos, que no saben que lo conozco como la palma de mis manos. Paso por el portal de mi piso anterior, y veo como hay cortinas en las ventanas. «Lo habrán vuelto a alquilar», pienso. Cuando llegamos a la zona en donde tenemos permiso para pintar, plantamos los caballetes y sacamos las pinturas. La vegetación está muerta, aunque latente, el frío y duro final de otoño se deposita en ella y ésta se duerme en sus crudos brazos. Hay algo de nieve en la cima de la montaña, que vamos a aprovechar para colorearla en nuestro cuadro. Estamos un largo rato hasta que casi no sentimos nuestras manos a causa del frío. Ya es suficiente, les digo a mis alumnos y regresamos hacia la academia donde continuaré con algo de clase teórica. Luis me espera a la salida del trabajo según él para que no me pierda. Volvemos hacia su piso y veo como lo ha acabado recogiendo todo, y ahora está pulcro, y ordenado.
―Elisa… ―me dice―. He estado pensando si quieres venir aquí a vivir conmigo-.
―Luis… De momento iremos poquito a poco, ¿vale?
Sus palabras me han calado, pero no quiero cometer los mismos errores del pasado. Su mirada acepta mis palabras, pero puedo ver algo de decepción en sus ojos.
―No estés triste. Algún día vendré.
―No estás segura de nosotros, ¿verdad?
―No es eso, Luis. Lo único que no quiero precipitarme.
―¿Todavía piensas en el Nacho ese?
El móvil de Luis empieza a sonar, y me alivia de no tener que contestarle. Se va a cogerlo. Lo tiene en la otra punta del piso. Cuando vuelve, sus ojos han cambiado:
―Era Toni, han detenido a María. Creen que ha matado a su hermana.
Sé que he tenido algo que ver en ello. Trago saliva, y espero que Luis no me lo note.
―Jesús debe estar con ella en la policía, ¿no?
―No —dice Luis—. Toni me ha dicho que no la puede defender.
―¿Cómo? ¿Por qué?
―Porque Jesús forma parte de su coartada, y Toni también. María estaba con ellos jugando a la PSP el día, que alguien asesinó a Luz…
―¿Y tú? ¿No estabas con ellos?
―No, yo estaba contigo, ¿recuerdas? Haciendo la lista de lo que nos teníamos que llevar en la maleta para los Pirineos.
El recuerdo de ese día me alborota. Qué imbécil fui.
―¿Podremos algún día ir a la casita rural? ―le pregunto apartando de mis pensamientos a Luz, Nacho, y María-.
―Claro ―me dice él―. En las próximas vacaciones. Puede…
Le beso, ya no me hace falta oír nada más.