2º premio de narrativa de el Instituto Joaquim Bau de Tortosa (Sant Jordi ’98)
Querida Ana:
Sé que te sorprenderá esta carta. Ayer nos vimos y presiento que será la última vez. Hacía tanto tiempo que no tenía noticias tuyas… Ya sabes que ahora vivo sola en la casa de mis padres. La soledad me invade y cubre mi viejo corazón. Ya sé que es triste pero es así. Ya no soy la que era. Tu llamada me sorprendió en medio del sueño. Cogí el teléfono en la oscuridad ya que tenía todas las persianas bajadas. Siempre las bajo cuando voy a dormir la siesta. Aunque lo dudes reconocí tu voz al instante y enseguida supe que había pasado algo. Lo presentí en el tono de tu voz que sonaba desde muy lejos. Me informaste de que tu marido había fallecido aquella misma tarde. Estabas alborotada y te intenté calmar. Pero fue imposible. Supongo que te acordaste de mí y me alegré. En los momentos difíciles es cuando piensas en los amigos. Cogí el tren y fui a tu casa. Cuando te vi, sentí como en mi mente se agolpaban los recuerdos que creía ya olvidados. Te vi vieja y sin fuerzas. Las arrugas habían desfigurado tu cara. Habías engordado mucho y necesitabas la ayuda de un bastón para moverte. Entonces me di cuenta que habían pasado los años. Te abracé. Intenté ser fuerte pero no lo logré. En cuanto vi la caja fúnebre donde se encontraba tu marido rompí en llanto. Puede que resulte gracioso visto des de lejos. Yo había venido para consolarte y en realidad fuiste tú la que lo hiciste. Todo mi cuerpo temblaba y me tuve que sentar en una vieja silla del comedor. Me preguntaste qué me pasaba y no te respondí. Viste la duda reflejada en mi rostro. Dudaba entre decírtelo o no. Y al fin me decidí por esto último. Me había prometido llevarme a la tumba este gran secreto. No quería hacerte daño.
Me he tenido que tomar un descanso porque me canso de escribir. Me duele la vista y tengo que llevar unas gafas horribles. Puede que te rías, yo siempre que había tenido una vista de águila! Pero no nos engañemos, las águilas también mueren. Quizás tú también te canses de leer mi letra. Me he bebido dos copas de coñac. Ya sé que es una barbaridad y que tendría que hacer caso a los médicos. Pero qué sabrán ellos. A mi lo que me duele es el alma, no el cuerpo. Y el alcohol hace que los recuerdos sean menos dolorosos. Al menos eso es lo que me parece.
Si es que me he decidido a escribirte esta carta es porque ya no soporto más este peso en mi conciencia. Parece que esté hecho de espinas que me pinchan sin parar. Sé que te he traicionado pero ¿acaso tú no lo has hecho? Éramos grandes amigas, siempre estábamos juntas en todo momento y compartíamos grandes secretos. Estábamos unidas, éramos lo que se dice uña y carne. Pero un día Carlos se cruzó en nuestras vidas rompiéndolas en dos. Enseguida tú y yo, como dos tontas, nos enamoramos de él. Luchábamos para conseguirlo. Pero Carlos se enamoró de mí. Desde entonces tú cambiaste. Te mostrabas distante, me mirabas desafiante y yo no entendía este cambio de actitud. Está bien, sabía que Carlos también te gustaba pero pensé que con el tiempo se te pasaría y te volverías a enamorar de otro chico.
Yo, con Carlos, me sentía en las nubes. Creía que nuestro destino estaba escrito en las estrellas. Y me confié. Yo, aparte de él, tenía otros sueños por cumplir. Era una mujer moderna y quería estudiar. Sabía que me tendría que separar de él por algún tiempo pero creía en nuestro amor por encima de todo. Ya sé que fui una ingenua, no hace falta que me lo digas. La vida me jugó una mala pasada.
Cuando me enteré por mi hermana que te habías casado con él, no pude creerlo. Creía que era otra broma de las suyas. Pero cuando os vi por la calle juntos y abrazados me di cuenta de la realidad. Tú estabas sonriente y seguro que te sentías triunfante, lo habías cazado. Él me miró y vi el miedo en sus ojos. Eché a correr con todas mis fuerzas. Quería olvidar y marcharme bien lejos del pueblo que me había visto crecer. Estuve un mes en casa sin salir. Quemé todas vuestras fotos y sus cartas. Me negaba a coger el teléfono. No quería escuchar vuestras excusas. Me habíais herido y traicionado mi confianza.
Pero el tiempo fue pasando. El corazón ya no me dolía con tanta intensidad. Un día fui a un café. Estaba leyendo uno de mis libros, ellos me habían refugiado en los momentos difíciles. Levanté la vista un momento para pedirle al camarero otro café. Y allí estaba él, observándome. Creo que estaba desde hacía rato. Me miró y me sonrió. Sin darme cuenta nos pusimos a charlar. Le pregunté por ti y me dijo que estabas bien. Pero desvió el tema. Acabamos hablando de nuestros momentos felices…
Poco a poco acabé por encontrármelo en todos sitios. Adónde yo iba, siempre estaba él, esperándome… Me dejé llevar por la pasión, supongo que en el fondo de mi corazón todavía lo amaba. Estuvimos juntos casi todo lo que duró tu matrimonio. Me dijo que él no era feliz contigo, que tú eras de las típicas señoritas sin ideas propias. No sé si sería verdad pero creí en sus ojos. A ti nunca te veía, sólo a él. Tú siempre estabas en casa, cuidando del hogar y de tus hijos. Creo que se sentía solo a tu lado, que no eras la chispa de su pasión. Yo fui su compañera. Ya sabes que él hacía muchos viajes de trabajo. Pues bien, yo le acompañaba en casi todos.
Fueron los momentos más felices de mi vida. Volvía a sentir la ilusión, ya no me sentía sola. Discutíamos de política, de libros, criticábamos a la sociedad… En las habitaciones de los hoteles hacíamos nuestros propios debates. Pero a veces, cuando él me abandonaba para irse contigo, también me sentía mal. Sabía que él te pertenecía y que estaba ligado a ti. En aquellos tiempos era imposible hablar de divorcio. Se tenían que guardar las apariencias. Yo siempre fui discreta, nadie se enteró de lo nuestro. Odiaba este mundo de convencionalismos en el cual vivíamos. Pero yo no era nadie para luchar contra la sociedad y contra todo aquello que nos habían enseñado. Me quedaba sola, en casa, leyendo algún libro que motivase mi imaginación.
Cuando conocí a tus hijos el mundo se me derrumbó. Deseé que fueran míos pero sabía que no me pertenecían como tampoco me pertenecía Carlos. Lloré y lloré y con mis lágrimas decidí que me apartaría para siempre de vuestras vidas. Me fui sin dar explicación. Sólo le envié una pequeña carta a Carlos donde se lo explicaba todo. Pero sé que nunca me comprendió y tú tampoco. ¿Cómo me ibas a comprender si tú no sabías nada, cariño?
Durante años viajé por muchos países distintos. Conocí a muchos hombres pero ninguno era como Carlos. Tampoco conocí a ninguna amiga como tú. En cada puerto naufragué. Mi vida ya no tenía sentido y los libros que leía me iban decepcionando cada vez más. Intenté de nuevo rehacer mi vida pero ya era imposible. Los años nunca perdonan y ya era tarde para formar una familia y para enamorarme. De pronto me sentí vieja mirándome en el espejo. Por eso decidí volver.
No di señales de vida. Me encerré en la casa en la cual había nacido y donde jugábamos a papás y mamás, ¿te acuerdas? Tú siempre fuiste buena madre yo jamás lo he podido experimentar. Al cabo de unos días recibí tu triste llamada. En un pueblo todo se sabe y enseguida debiste saber que había vuelto. Enseguida empezaron a brotar los recuerdos…
Hace frío y he encendido la estufa. Desde aquí veo caer los copos de nieve. El calor de la estufa no me llega, tengo el corazón helado. Ya no habrá otra primavera en mí.
Si me sigues leyendo hasta aquí, quiero que intentes perdonarme. Éramos amigas, ¿no? Y espero que en el más allá lo sigamos siendo. En mi paraíso siempre habrá un trocito para ti. La tarde está cayendo. Presiento que es la última. Te tengo que dejar, voy a mirar el ocaso. Necesito pedir un deseo a las estrellas. Quiero grabar en mí toda la belleza de la naturaleza.
Te quiere
María